Días sin horas

martes, marzo 22, 2005
 

No mueres


Sigo tallando tu nombre en los troncos de los árboles caídos.

Sigo respirando tu perfume de jazmín, que nunca respiré.

Sigo arrastrándome por los lodazales de los bosques, que tu luz nunca iluminó.

Sigo muriendo cada noche a las 3 de la mañana, aunque ya no hay beso de despedida.

Tus notas siguen resonando en mi cabeza, eco infinito de angustia y soledad. No cesa la música, ya no me deja pensar con serenidad, vuelven a incendiarse las cenizas de tu tumba. Reflorecen las rosas negras de tu lápida, recordándome que nunca podrás morir porque jamás estuviste viva. Ya no hay razón ni conciencia que sirva para acallar el rugido de tu recuerdo. ¿ Por qué no alivias mi dolor? Mátame o dime que morirías por mi. Ya no me sirven términos medios. Ya no lloro, porque se secó mi mundo, solo queda un desierto de arena negra. La lágrima, que de tus mejillas añoro para enjugártela con mis labios, ya no la veo. Ya no está, algo me dice que sí, pero es la vana esperanza de no perder la ilusión, de no querer apagar la vela que dejaste encendida. Para enterrar tu piano debería deshacerme de mis oídos, de mi corazón, de mi alma,... porque cada una de las notas de tu recuerdo se han grabado en mi piel. Tus ojos están dibujados en mis párpados, y tu cara languidece en mi habitación de madrugada.

Baila la llama al ritmo de mi desquicio.

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martes, marzo 01, 2005
 
Ligeia...

La luz de la vela, que descansaba sobre la mesa, temblaba y se zarandeaba, iluminando irregularmente la estancia en la que ella, Ligeia, se encontraba arrodillada. Un vestido blanco de lino caía de sus hombros hasta por debajo de sus rodillas.
Era un atardecer de verano, con el sol ya escondido tras las montañas pero con un cielo aun no oscurecido del todo. El aroma a jazmín subía desde la planta, por el pilar, hasta colarse por las rejas negras de la ventana.

Ligeia miraba la llama como si pudiera descomponerla con la mirada, se perdía en los cambios de color del oxígeno ardiendo.
Reproducía, el baile de la llama, los devaneos irregulares de las suaves cortinas sobre el viento. El baile se aceleraba en ocasiones, cuando soplaba la dulce brisa marina. Si respiraba hondo podía sentir, ella, la sal de todo el Mediterráneo recorriendo su paladar.
Pasaba la mano por la llama y ésta casi permanecía inmóvil. Una leve sonrisa le surgió, casi infantil, mostraba sus dientes blancos, que relucían a la luz de la llama en la oscuridad de la habitación. Podría ser un juego más alegre si no fuera por lo dramático de la situación; aunque ella no se sentía mal, ni desolada, ni frustrada, quizás sola. Mientras seguía jugando con la llama, la puerta de la habitación crujió anunciando su apertura inminente.

Empujando la puerta hacia el interior de la estancia, un hombre entraba con la mano reposada en el pomo alargado de la puerta. Su cara sí que mostraba desolación, frustración, angustia y, sobretodo, tristeza. Miró la vela y pasó la mano por encima de la llama, dejando la mano inmóvil un instante hasta que el calor le hizo retirarla. Pasó, luego, el dedo por el borde de la vela y recogió, así, un poco de cera caliente. Iba jugando con ella entre sus dedos mientras caminaba hacia la ventana. Se detuvo a medio metro de las preciosas rejas negras que brillaban pese a su opacidad. Retiró las cortinas con suavidad, y se acercó hasta que su cara reposó sobre el metal. Sentía el hierro frío sobre su cara, casi como un acto reflejo brotó de su párpado una lágrima, que fue dejándose caer detenidamente por su mejilla hasta llegar al labio. Sabía a sal, a sal de mar, como la piel Ligeia tras un día en el mar. Ese beso en el hombro que traía a sus labios el salitre seco, tostado al sol. Empezó a sentir las manos entumecidas, inconscientemente estaba apretando con demasiada fuerza los barrotes helicoidales de la reja, pese a hacerse consciente no dejó de apretarlos, los apretaba con tanta fuerza como la que sus dientes estaban ejerciendo sobre el labio inferior, agrietándolo. No decía nada, no tenía ni fuerzas ni ganas de gritar, siquiera de suspirar.

Ligeia sintió pena por él, quien tantas noches le había acompañado en mil viajes al cielo y al infierno, que tantos días había recorrido su cuerpo con suaves caricias, que en tantos atardeceres como este le había contado cuentos sobre amores perfectos y amantes eternamente enamorados. Pero ella seguía jugando con la llama, no se giró a ver que hacía en la ventana; de hecho, ya lo sabía. Se levantó y se dirigió al fondo de la habitación donde había un piano de pared, paso los dedos por encima las teclas, sin presionarlas, sin hacer ruido. Se sentó en la banqueta de espaldas al piano, volviendo a mirar a la vela. Los pies separados, las rodillas juntas, y sobre éstas, apoyados los brazos que sostenían su cabeza. Le caía, así, el pelo por delante de los hombros, dejando al descubierto su nuca. Sus ojos de nácar, seguían concentrados en la llama, la eterna llama.

Mientras, él, seguía apoyando en la reja. Empezaron a hacerse audibles los acordes tristes de un laúd y una guitarra, el sonido iba aumentando poco a poco, a pasos de procesión fúnebre. La comitiva se iba acercando. Él, salió de la habitación mirando al suelo, manteniendo su silencio. Cuando se encontraba en la puerta, retrocedió sobre sus paso hasta que se encontró a la altura del piano. Acerco su mano a la tapa, y la cerró, luego introdujo la llave en la ranura para ella, y la giró hasta el final. Sacó la llave y no la guardó en el bolsillo, la mantuvo en su mano apretada. Se oyó como bajaba por las escaleras de madera.

Ligeia se asomó entonces a la ventana, vio a unas veinte personas cargadas, algunos con velas, otros con instrumentos, y cuatro de ellos, sostenían una camilla sobre la que yacía el cuerpo sin vida de Ligeia. Se veía a sí misma preciosa, iba con un vestido largo de lino blanco. Era bastante plano, solo tenía costuras en la cintura, en los hombros y en el pecho. Sobre su cabeza le habían colocado una guirnalda de flores amarillas y blancas, que se entrelazaban con laurel. Aunque ya sin alma, el cuerpo de Ligeia irradiaba esa hermosura que siempre le había caracterizado, unos labios carnosos que sobresalían sobre su barbilla, una nariz delicada ligeramente levantada, y esos pómulos de porcelana.

Apareció, él, por la puerta de la casa, y se acercó al cuerpo, le cogió de la mano y le dejó en ella la llave. Entonces sí, Ligeia lloró.


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