Días sin horas

martes, abril 25, 2006
 
(continuación al texto del 30 de Marzo, le damos un título: Días sin horas. Algún día lo publicaré)

Estuvo de duermevela toda la noche. Durmiendo a ratos pero con la sensación de no dormir nada. Esa sensación tan agobiante de ver pasar las horas en el reloj y pensar que no has dormido nada. Finalmente cayó en un sueño más o menos estable durante unas horas.

Cuando se despertó Andrea ya se había levantado, oía el agua de la ducha caer sobre el plato de forma desordenada, sólo las gotas que el cuerpo de Andrea dejaba caer mientras se enjabonaba. El dolor de cabeza había remitido ligeramente, pero la garganta le estaba matando. Faringitis aguda. ¿Por qué sucedían estas cosas en el mundo? No tenía ningún sentido ni objetivo, ¿quién ganaba con que el tuviera un dolor inconmensurable en la garganta? Nadie, absolutamente nadie.

Era un poco neurótico el pensar así, pero es que esas cosas nos joden a todos de sobremanera.

Eran las 9 de la mañana. Andrea esta mañana no trabajaba, tenía guardia en la farmacia esa noche. Él tendría que ir hacia la tienda para abrir, no fuera a ser que entrara un observador de Virgin o Fnac y le quisiera pagar cientos de millones por su tienda.

Dios, qué dolor de garganta. Mientras seguía sus divagaciones sobre por cuánto vendería la tienda, apareció Andrea. Llevaba una toalla enrollada al cuerpo desde el pecho a las rodillas y otra toalla en las manos con la que se secaba el pelo.

Tenía una piel suave y nítida, tersa, ligeramente morena por el par de días que sus piernas había visto el sol en lo que llevábamos de primavera. Su pelo mojado le iba cayendo por delante del hombro derecho, era una situación bastante sensual si no fuera porque le dolía todo y porque era su novia. Era la primera chica con la que estaba más de 5 meses, aunque desde el segundo mes había sido una sucesión de momentos bueno y la teoría del cuadro.

Ella se sentó en la cama y se fue cambiando, se puso unas bragas horribles. Era una de las cosas que había aprendido, la lencería femenina era un mito. En una cita especial, si tienes suerte y ella piensa que le puede servir; puede que entonces acontezca el milagro. Lo cual no quitaba que con vaqueros, una camiseta y el pelo mojado estaba preciosa.

De repente volvió a verla preciosa, encantadora con una mirada de lince que dejaba entrever un alma rica. Tanto fue así que él le cogió el hombro y la giró para darle un beso en la mejilla.

Andrea se giró y le sonrió. Abrió los labios y empezó a hablar sin decir buenos días ni nada similar.

“¿Sabes? En la radio estaban hablando esta mañana sobre el maltrato psicológico que sufren muchos animales en las casa, que quedan abandonados en vacaciones. Sólo los perros y gatos acompañan a los dueños, y a veces ni eso. Por ejemplo, los canarios pueden caer en un proceso depresivo por no tener compañía”

Andrea siguió hablando pero ya no le prestaba atención. Eso era una señal de Dios recordándole que debía quitar el cuadro. Esa era una de las cosas que no aguantaba de Andrea, reminiscencias hippies de amante de los animales y salvadora de la humanidad. A él le habían dejado de importar esas cosas hacía tiempo. Su relación con los animales era simbiótica, en el sentido de que él no se metía en su vida y ellos no se metían en la suya. Y con el resto de la humanidad era algo similar, le había decepcionado. De joven pensaba que la educación solucionaría todos los problemas y haría de éste, un mundo mejor. Pero se había dado cuenta de que los capullos más grandes que se había cruzado en su vida habían salido de su clase de la universidad. Claro que el hambre en el mundo y estas cosas le importaban. Pero no el resto de gente que le rodeaba. Era como la relación con los animales, “salvad a las ballenas” pero “si se me acerca un gato molestando le acabaré pegándole una patada” .

Mientras iba disertando sobre estas cosas iba cabeceando mostrándole a Andrea su interés y consenso en cada frase que decía. No es que evitara los choques frontales, pero sabía que no iba a llevarle a ninguna parte.

Por fin se calló y se fue. Un beso y un “hasta luego”.

Hundió la cabeza en la almohada y se durmió con cierta tranquilidad unas horas.


(10) comments

lunes, abril 10, 2006
 

No podía dejar de mirar al fondo de la habitación, era un punto cualquiera, azarosamente iluminando con un pequeño led. Se concentraba en él y sentía el pálpito del corazón por todo su cuerpo.

Los pinchazos eran intermitentes iban subiendo desde su pierna hasta la cabeza, una y otra vez, no había tregua ni descanso. Le temblaban las manos de aferrarse a las barras laterales de la cama.

Tenía la boca seca y los labios agrietados. Cerraba los ojos para respirar más profundo y aguantar el dolor, pero al cerrarlos sólo veía distorsiones de realidad en colores tan punzantes como su gemelo. Seguían esos pinchazos.

Era similar a tener un escalpelo hundido entre el gemelo y la rodilla que de vez en cuando tomaba la iniciativa de arañar ligeramente el hueso.

Un, dos, tres, pinchazo... un, dos, tres...

Procuraba no cambiar de posición, seguía con la mirada hincada en el led verde que realmente no sabía qué indicaba. Si se fijaba mucho en él parecía que a cada espasmo cardiaco se acercara sin llegar nunca a acercarse. Perdía el sentido de las dimensiones.

Le dolía la garganta. Y cada vez le dolían más los labios, ajados y partidos en múltiples deshechos de piel.

Giró la mirada de forma casi inducida por la aleatoriedad, y se vio en el espejo. Abría la boca tanto que se desgarraban los labios cada vez un poco más, una y otra vez. Ahora oía lo que llevaba diez minutos chillando: “ ¡Morfina, más morfina! ¡Enfermera más morfina!”.


Miró hacía sus piernas y vio como los puntos a la altura de su rodilla derecha aun estaban tiernos. Una pierna amputada. Estaba fresca.



(9) comments



Sigueme por RSS