Días sin horas

domingo, octubre 25, 2009
 
En las calles resuena el rumor de que todo está perdido, de que se ha perdido el alma, de que acuchillaron las almas. Como irse tranquilo cuando no dejamos de ver los ojos que no dejan de llorar. Iremos cerca o lejos, donde los satélites no alcancen, donde los números de las finanzas pierdan el sentido.
Dijeron que el corazón está herido, que ya no queda compasión.
Negaron que en la cuna de los pobres ya no hay llantos, que se secaron los paños para frentes sucias.

Yo vengo a ofrecer una canción.

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domingo, octubre 04, 2009
 
El cuarto estaba casi en penumbra, con la única luz de las farolas de la calle y el pequeño indicador de encendido del reproductor de música. Giraba el disco dentro de las tripas del aparato, blandiendo en el aire las notas de Chopin que algún interprete, desconocido para mí, interpretaba.

Miraba el ordenador como quien espera un milagro, como quien espera junto al buzón cada mañana la llegada de una carta. Pero la tecnología mató el misticismo de la espera, y dada la instantaneidad, ya, de todas las comunicaciones. El correo electrónico te dice no ya si te ha llegado una carta, si no si te la han enviado. Y la espera no tiene descanso, se desborda e inunda todo el día.

Me puse a escribir un email, uno de desesperación, de desesperanza, de espera reseca. Uno de esos que sabes que no tienes que escribir y del que te arrepentirás nada más aprietes el botón.
Sabía que sonaba empalagoso, desesperado, precipitado, redundante y pesado. Pero cuando se pierde la esperanza, no queda demasiado a lo que agarrarse, y el suicidio emocional no parece una mala salida.
Quizá lo que más lamente fueron las últimas líneas
"te echo demasiado de menos,
Juan
PD: Espero que no te moleste este email"

Rezumaba servilismo y patetismo, pero me hice fuerte y en mi inseguridad encontré el consuelo del "no tengo nada que perder". Una mentira tan grande como calmante.

Lo envié y esperé, casi tres horas, y al rozar las agujas del reloj las cinco de la mañana, decidí morir en mi cama. Intentaba convencerme de que ya sabía que no contestaría, pero tenía claro que en todo momento había tenido esperanza. Que aun la tenía, que me levantaría al día siguiente, y que lo primero que haría sería comprobar el correo, que probablemente soñaría con que me contesta.
Tardaría unos días en asumir que Verónica jamás contestaría, porque no le interesaba contestar, porque no tenía nada que ganar.
Tardaría meses en matar la esperanza, creerse que no devolvería las llamadas, que no contestaría ese email aunque hubiese vomitado mi alma en él. Porque los sentimientos eran míos, incluso los que pensaba que ella podía tener, también eran míos. Era todo mío, menos el desdén y el email perdido en un buzón de correo tan ajeno a mí como la ciudad más lejana. Un email que quizá murió en una papelera sin llegar a ser leído del todo, porque su destinataria se amargó con tanta desdicha.

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