Días sin horas

lunes, noviembre 09, 2020
 
Arrels


Había empezado a llover. No mucho. Lo suficiente para entristecer un poco el día y que le diera muchísima pereza ir a su clase de escritura. Isa se había ido con los niños a casa de su madre. Era un momento ideal para dejarse caer en el sillón y escuchar algo de música. 

Por la ventana se colaba una oscura tarde de Otoño. Como aquellas de infancia en las que la cocina humeaba con el puchero hirviendo y las ventanas empañadas deformaban la luz de las farolas, su madre hacía crucigramas mientras vigilaba los fogones y él veía los dibujos en la tele. 

Cuánto echaba de menos a su madre —dos años ya sin ella— y cuánto echaba de menos su casa. Porque donde estaba ahora no era su casa aunque fuera suya; suya, de Isa y del banco. Su casa era la de sus padres.

Le invadió la nostalgia y sacó de un armario una caja metálica en la que durante años había ido coleccionando objetos biográficos. Allí guardaba el carnet universitario de su Erasmus en Utrech o un pase de transporte público del año que estuvo trabajando en Seattle. También había una gran cantidad de fotos desordenadas: cumpleaños infantiles, vacaciones en la montaña, viajes por el mundo... Pero sobre todo había cartas y notas manuscritas. Como la primera que le habían enviado sus padres, un emotivo texto en la que le decían a un niño de diez años, que pasaba su primer verano en el extranjero, que no tuviese miedo, que llorar estaba bien si estaba triste y que le echaban mucho de menos.

Entre los muchos papeles, encontró uno que ya no recordaba. Se lo había dejado Patricia en el limpiaparabrisas del coche antes de un examen. “Mucha suerte mañana empollón. TQM. Espero que sepas quien soy :P” Releyó también unas cartas de Mireia, una chica a la que besó durante diez segundos pero con la que se pasó dos años intercambiando cartas, llamándose cada semana —cuando cada segundo costaba dinero— y soñando con que algún día vivirían en la misma ciudad. 

De Laia no tenía cartas, sólo ese CD que ya a penas se oía y una lista de las canciones con explicaciones para escucharlas. 

“1. J. Coltrane & D. Ellington - In a sentimental mood (Para los sábados por la mañana de invierno. Asómate al balcón con un café caliente entre las manos y mira tu acera como si estuvieras en París)

2. C. Korea - Spain (Para salir a la calle con tu discman y perderte en tus rincones favoritos). 

3. M. Davis - Milestones (Para que te subas al terrao una noche cualquiera de verano y disfrutes de las luces que salpican la ciudad, como estrellas a ras de suelo...” 

Así hasta: “20. N. King Cole - Autumm Leaves (¡Para que te acuerdes de mí!)”

Con Laia descubrió la música con mayúsculas y el sentimiento de ser cómplice de un arte reservado para unos pocos. En sus besos lo mismo se colaba Bobby Womack que Cortázar o Jeff Buckley; se mandaban por email canciones, fragmentos de relatos, incluso sus propios versos. 

Pensó que hacía mucho tiempo que no releía aquellos emails y decidió seguir reviviendo su pasado un poco más. 

Gmail. Buscar. ¿Laia? No, Laia no utilizaba su nombre real. ¿Cuál era? ¡Ah, ya! Kit Moresby, la mujer de aquel libro de Paul Bowles que decía: “No somos turistas, somos viajeros. No es lo mismo. Los turistas están pensando en volver a casa nada más llegan. Los viajeros no saben cuándo volverán”.

En su buzón no encontró ningún correo de Kit Moresby, ni de K. Moresby, ni de Laia. Lo intentó varias veces como si la máquina se pudiese equivocar y tuviese que convencerla, pero la búsqueda no dio ningún resultado. 

Refrescó la página, salió y volvió a entrar, probó con nombres de músicos y poetas que recordaba haber mencionado. Nada. 

Escuchar el CD de Laia podía darle ese recuerdo que había dejado a medio paladear pero los constantes golpes y cacofonías en su reproducción le hicieron desistir. En un último intento de recuperar esos ecos, decidió buscar las canciones para reconstruir la lista en Spotify. Estaba en ello cuando tuvo un fugaz momento de lucidez: volvió a su buzón y buscó por fechas. Verano de 2007. Tampoco había nada. De hecho, no había nada antes de 2009. Ningún email. Joder, claro, por aquel entonces utilizaba el correo del Messenger, el de hotmail. 

Allí estaban. Los leyó con avidez. Sintiendo esa vitalidad de los jóvenes que parecen desangrarse en cada palabra. Envidió a su yo del pasado e intento recrear esas sensaciones. Un pálpito caliente le recorrió el pecho y no pudo evitar mirar el reloj esperando ser pillado en cualquier momento. Pero Isa se retrasaba. Así que buscó a Laia en internet.

El porqué lo dejaron seguía siendo todavía un misterio para él. Un extraño devenir en el que el secretismo de una relación prohibida, por ser ella la exnovia de un amigo, acabó contaminando todo. Ella siempre negó que esa fuera la causa y aseguraba que habían sido sus inseguridades y  falta de auto-estima lo que no le permitió expresar lo que sentía. Todo acababa con un email al que nunca tuvo el valor de contestar: 

“No desdeñes mi entendimiento, mi forma de ver la vida. Simplemente es más sencilla, más humilde y, a veces, me ahogo con ese tipo de sensaciones.

A lo mejor piensas que yo misma me lo provoco. Puede ser. Pero no estoy bien. No estoy bien. Me siento fuera de lugar. Miles de veces he pensado que mucho deben haber cambiado las cosas para haber sacado adelante todo lo que nos parte el pecho. Miles de veces he pensado que yo no era la persona que tu esperabas. En ningún momento pensé que fuera una quimera, de haber sido así, ni si quiera lo habría intentado. Por favor, esta vez, no contestes el email” 

Si hubiese contestado, quizá, hoy viviría en Berlín con ella, donde era diseñadora gráfica en un estudio llamado Werkland. Noches de jazz y cerveza de trigo. Paseos por el Tiergarten o la zona de grafitis de Kreuzberg. Desayunar los domingos en aquella cafetería polaca en la que ponían unas riquísimas tartas de queso. Una ciudad que redescubrir cada día.  

En esa vida imaginada podía tener un trabajo más interesante. Profesor en la universidad, por ejemplo. Todos los días iría caminando desde su casa hasta la facultad por la rivera del Spree. A la vuelta compraría algo de pan negro y encurtidos. Al llegar estaría Laia trabajando. Cenarían, harían el amor y escucharían a Coltrane hasta la madrugada. 

Siguió indagando y encontró algunas fotos. Había envejecido muy bien aunque estaba diferente, sin el flequillo, con el pelo a lo pixie y gafas. Daba igual, le seguía pareciendo increíblemente atractiva. “Sin querer me he esforzado demasiado y te he encontrado. ¿Cómo estás? Acabo de escuchar tu CD y echo de menos amar a cuchillo, siempre con sangre caliente en la boca” El mensaje salió sin pensarlo y, conforme lo envió, se sintió tonto. Podía intentar corregirlo pero era ya demasiado tarde. Oía las llaves girando en la puerta.


* * *

 

Le había dicho a Isa que cenaría con unos compañeros del trabajo. Ella simplemente asintió con una sonrisa y le deseó que se lo pasara bien. Siempre sonreía. Era algo que al principio le encantaba pero que, con el tiempo, veía como un símbolo de superficialidad. Si siempre sonreía, nunca sonreía, era solo un gesto reflejo.  

Cuando llegó al restaurante Laia ya estaba allí. Enseguida la reconoció aunque tenía la sensación de estar viendo a una desconocida de toda la vida. Dudó, pensó en volver a casa. Decirle que estaba indispuesto, que lo sentía mucho, que le resultaba imposible. No le dio tiempo.  Ella lo vio al otro lado de la ventana y le hizo señas como para recordarle que ella era ella, que sí habían quedado y que estaba esperándole. 

Se había a vivir a Berlín hacía nueve años. Con lo puesto y sin hablar nada de alemán. ¿Por qué Alemania? Pues porque todo el mundo se iba a Inglaterra y pensó que le resultaría más fácil encontrar trabajo. Con su escaso conocimiento del idioma y la cultura local había empezado plegando ropa en Zara, de ahí pasó a trabajar en una cadena de hamburgueserías y, después de tres años, acabó encontrando un trabajo de lo suyo. A su marido lo había conocido en una fiesta con otros españoles. Un asturiano que se llamaba Jacobo, trabajaba en una consultora y con el que tenía una hija de cinco años que se llamaba Emma. 

Ya se habían dado todos los detalles básicos y aún no habían traído ni las bebidas. 

—Vivir en Berlín debe ser una pasada, ¿no? ¿A cuántos conciertos de jazz has ido desde que estás allí?

Ella rió. 

—Realmente a pocos. Los dos primeros años fui al festival de jazz, luego a algún concierto suelto. Pero es que al final no tengo mucho tiempo. Además Jacobo no es muy fan. 

—Yo creo que estaría yendo cada fin de semana a un concierto. 

—No creo que a tu esposa le hiciera mucha gracia que te pasaras el fin de semana bebiendo bourbon y bailando con mujeres que fuman—dijo guiñándole un ojo—pero, vamos, tienes casa para cuando quieras venir. 

—Oye, una temporadita no me vendría mal. Echo de menos vivir en otras ciudades. No sé por qué volví a Valencia. 

—Por els arrels. Yo me paso la mitad del tiempo quejándome de la comida y la otra mitad quejándome de la lluvia. Tú has vivido fuera y sabes lo que se echa de menos la terreta. Yo me paso el día escuchando una lista que tengo con canciones de La gossa sorda, Obrint pas, Senior i el cor brutal...

—¿Has cambiado el jazz por rock en valenciano? 

—¡Pues sí! Para que veas, el otro día vi una película horrible sólo porque tenía lugar en Valencia: Paella Today. Lamentable.

—Pero si vienes a menudo...

—Ya, pero ni siquiera Valencia es Valencia. Echo de menos mi idea de Valencia, la de cerrar los bares del Carmen, la de acabar las noches en la playa, los conciertos en la Pilona...

—¿La Pilona? ¿La casa okupa? ¡Eso lleva cerrado años! ¡Antes de que te fueras!

Cuando llegaron al café la conversación se había derramado y decidieron continuarla caminando por la ciudad a la búsqueda de alguna reminiscencia de juventud. 

La noche era agradable y una suave brisa marina peinaba las calles vacías. Todos los bares buenos estaban ya cerrados. Iba a ser difícil encontrar algo decente abierto un martes a la una de la madrugada. Pero, ¿acaso no era esa sensación de ser los reyes de la noche, los últimos en irse a dormir, parte de la ciudad que añoraban?

—Perdona que te pregunte pero ¿no ha venido tu esposo a Valencia? 

—No, se ha quedado con la nena en Alemania. Tenían cosas que hacer...

—Si mi madre no ve a sus nietos todos los domingos, le da algo.

—Es complicado...

—Disculpa, no quería meterme donde no me llaman.

—Está bien. El tema es...—suspiró— El tema es que Jacobo no se lleva muy bien con mis padres, es su carácter, es un poco arisco. 

—Del norte, ¿no?—dijo con una sonrisa intentando evitar una conversación que no quería tener. 

—Es una buena persona pero se le ha ido agriando el carácter. Es ese trabajo de mierda que tiene, que le quita vida y autoestima —chascó la lengua como si buscara palabras para sus pensamientos—. Puede llegar a ser muy desagradable. No es que lo sea  siempre, solo a veces. Pero ya la ha tenido alguna vez con mis padres. Así que vengo yo sola o con Emma y me evito estar incómoda. 

—Joder,... lo siento.

—A veces me dan ganas de desaparecer. Pillar una van camperizada y recorrer Canadá: dormir en cualquier parte, bailar en medio del bosque y disfrutar cada día de un paisaje nuevo. Sin fecha de vuelta, ya sabes.

—A eso me apunto, señora Moresby.

Recorrieron las calles que en otros tiempos estaban llenas de hippies, heavies, hiphoperos y skaters; y en las que ahora no había más que bares con extranjeros que gritaban y bebían como si fuera Viernes.

Para salir, la verdad, es que en Berlín hay mejores sitios. Hay una antigua fábrica que han convertido en bar. El suelo es de arena de playa, está lleno de hamacas y suena trance todo el día. Puedes ir hasta con niños. Allí, desde luego, tienes cosas más interesantes que hacer. 

—A eso me refería, aquí la vida acaba siendo aburrida y cutre. Ya ves que lo que triunfa ahora es una cachimba en un bar con LEDs y música de mierda. 

Laia levantó los hombros y se rió.

—No sé, vente a Berlín. 

—Si pudiera...

—Si quisieras...

—Si quisieras tú...

Caminaban en silencio bajo la neblina ámbar. El crepitar de las palmeras y el aroma dulce del pelo de Laia, cada vez más cerca de su hombro, le trasladaban a otro tiempo. Sus cuerpos parecían caerse el uno contra el otro, como dos estrellas bailando antes de colapsar. Primero fueron un par de pasos tontos en los que se rozaron los codos. Luego los hombros. Finalmente los dedos. El olor a vainilla trepó por su cuello y un olvidado sabor a ceniza inundó su boca. Isa nunca había fumado. El recuerdo de su esposa entró en tromba en su cabeza y no pudo evitar comparar las lenguas, una áspera y ahumada, la otra suave y jugosa.

—¿Quieres subir? No están mis padres—le estiró suavemente del cinturón. 

Su cabeza borboteaba. El sudor salado de los pechos de Laia. Las caricias suaves de Isa por su espalda. El alcohol, los conciertos y la noche de una ciudad ajena. El parque, los dibujos y los juguetes. Una vida nueva lejos de aquí. La liturgia del baño de los niños. La ferocidad de un polvo en un ascensor. El sexo distraído de los jueves por la noche.

—Mejor que no.

Ella frunció brevemente el ceño pero enseguida volvió a sonreír, le cogió con las dos manos del antebrazo y le dio un beso en el borde de los labios. 

Decidió volver a casa andando. Meditabundo, abrumado por un único pensamiento, imaginaba escenarios en los que ella se enfadaba y le pedía el divorcio, otros en los que solo se entristecía y su vida acaba siendo un montón de silencios apilados, otros en los que él no dejaba de caminar y desaparecía para siempre. 

Llegó a la conclusión de que sería mejor contar una verdad a medias —le parecía imposible negarlo todo. Que se habían encontrado casualmente, que había bebido y se habían dado cuatro besos mal dados, que ni siquiera había disfrutado. Pensó que a Isa le afectaría más el hecho de haber quedado con Laia a cenar que el que de haberla besado. 

Evitaría compartir su justificación interna, que todo aquello no era más que la natural inclinación del ser humano a vivir momentáneamente una vida distinta. La avaricia de no querer perderse todos los caminos que uno pudo tomar. ¿Quién no quería ser otra persona de vez en cuando? ¿No era, acaso, aquella, la última intención de la literatura? Ser detective en Nueva York, trompetista en Amsterdam, diplomático en Hanoi,... profesor en Berlín. 

Se duchó silenciosamente en el cuarto de baño de los niños. Se cepilló los dientes dos veces. Se preparó un vaso de leche caliente. Finalmente, se metió en la cama matrimonial intentando no despertar a Isa, que masculló un “buenas noches” entre sueños y le cogió de la mano para depositarla sobre su cintura. Sintió los latidos en su vientre caliente y el crujido familiar de la almohada compartida. Cerró los ojos y poco a poco se durmió pensando en el olor a paja de arroz quemada que invade las noches de otoño en Valencia. 


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