Días sin horas

lunes, febrero 26, 2007
 
Te he dibujado tantas petunias que ni me acuerdo, repasando los bordes tan despacio, para no salirme, que no podía evitar que en la línea se notara mi pulso. Y te las pintaba amarillo, como el de tu pelo bajo el sol, entre el césped en el que te diluyes al tumbarte.
Y te conviertes en la princesa por la que haría tantas tonterías. Como esperar tres años en la puerta de tu casa para que me des la mano y nos vayamos a cenar. Aunque eso sólo sea de cuento, y no fueran nunca más de cinco minutos, y a lo mejor ni siquiera fue tu casa, fue una plaza en la que te esperé. Y me vaya a la guerra y te escriba diciéndote lo que te echo de menos, cuando nunca hubo guerra ni yo fui soldado, pero cada día en mi guerra particular te echaba de menos y quería decírtelo, y te enviaba cartas que nunca fueron de papel.
Si bien sabes que iría desde mi soledad perdida en estas montañas al balcón de tu ventana, andando, y recorriendo todos los caminos, con una foto tuya de hace tanto que ni te acuerdes ni me acuerde, sobreviviendo con la esperanza; también es verdad que nunca te creíste que te pintara las petunias, ni que fuera a la guerra, ni que anduviera tantos kilómetros para verte. Sólo para verte.

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sábado, febrero 24, 2007
 
Son las tardes de lluvia, que ahora ya sólo las concibo en fin de semana, las que me traen de nuevo la sensación de ti. Porque suena la música que rebota en la habitación, y sale fuera para golpear las gotas que no consiguen levantarse del suelo.
Porque es entonces cuando te apareces en mi cama, amoldando tu espalda a mi pecho, dormida sobre mi almohada. Cuando yo puedo jugar a quererte, y a decírtelo, y a susurrártelo. A volver a buscar tu pelo con mi nariz, y a seguir tus curvas inertes con mi dedo, pensando que te acaricio, pensando que eres, pensando que estás.

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domingo, febrero 18, 2007
 
Si ahora estoy solo, completamente solo, es porque la hora de nona se ha hecho eterna. Porque se deslizan por las paredes los requiems corales que devuelven tenebroso el pasillo. Corren los niños de vuelta a casa cuando suenan las campanas, cuando suena nona, cuando la noche se hace sólida y la poca luz que va a quedar tiembla en el aire como espectros de los miedos de cada uno.
Repican ya las campanas, se tuerce el árbol de la estable conciencia, y se zambulle en la laguna negra sin estrellas ni luna.

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