Días sin horas

jueves, mayo 28, 2009
 
Cuerdas que estiran, cuerdas que tensan, que se enredan. ¿Cuándo las palabras dejan de adquirir el sentido ordinario y se tiñen del suave color del deseo?
¿Querrá decir? No, probablemente, no. Pero seguimos tensando la cuerda, estirándola, a ver hasta dónde llega. No va de amaneceres, ni atardeceres. No es la necesidad de compartir un sofá de lectura en la tarde de Domingo. Es algo más sigiloso que se va construyendo dentro de cada uno y que transforma en espera cada momento. ¿Me dirá algo?
Burbujas de esperanza, tontas y juguetonas.

Mañana post serio. He leído el último, es una basura, pero bueno, ando experimentando.

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viernes, mayo 08, 2009
 
(I)

Solía caminar por el paseo del malecón en las tardes de verano cuando el sol se sumergía en el mar incendiando el cielo y apagando el mar. Por supuesto que no era la única, ni la más guapa, pero era aquella manera de caminar, de contonear las cadenas. Ese movimiento que volvía a mi cabeza cuando por las noches iba al bar "la muralla" y escuchaba a Leo y Chacao tocando con la tristeza que arrastra los vapores del alcohol y la sal que flota en el aire.

Me enteré de cómo se llamaba una tarde que ella pasaba, y Marta, mi vecina cincuentona que dedica sus días a ver a la gente pasar desde su balcón o en su defecto desde el portal cuando se junta con el resto de las vecinas

- Eduardo, ¿ha visto usted a esa muchacha? Le llaman Perséfone, aunque se llama Candela, quedó huerfana de bien chica, vivió en la calle muchos años, pero un buen hombre se apiadó de ella y se casó con ella. No duró mucho, el marido murió. Apareció con una cuchilla clavada en la garganta. Ella tenía una buena cohartada, una amiga suya de Puerto Mont dijo que estaba con ella. Pero todo el mundo sabe que fue ella. Él era un buen hombre nadie la habría hecho eso. Sólo ella, quería quedarse con la plata. Pero el Señor es justo, y uno de los hijos del hombre lo reclamó todo, así que ella volvió a la calle. Ahora hace la calle,... ya sabe..., lo de la profesión más antigua del mundo.
- Sí, sí, ya sé lo que es. Pero quién le ha contado eso.
- La tía Laura, que era vecina del hombre, lo sé de buena tinta. No ponga esa cara de incrédulo. Es que ustedes, los gallegos, son muy confiados.
- Tía Marta, que no soy gallego, que Galicia es sólo una zona de España.
- Usted ya me entiende...
- Perséfone, la reina del Inframundo,... pobre chica.
- ¿Pobre chica? Quizá no sean más que rumores, pero cuando el río suena...
- Ya, tía,...

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martes, mayo 05, 2009
 
No se lo acababa de creer, después de tanto tiempo, por fin, la tenía al otro lado de la mesa. Entrelazaban frases sin demasiado sentido mientras se buscaban con los pies, y cuando se encontraban con la mirada, la aguantaban hasta que brotaba una sonrisa adolescente de cada uno y se rehuían un segundo para librarse de la tensión.

Él pensaba: “te he estado esperando muchos años, ahora ya no sé qué esperar.” Durante ese tiempo había quemado todos los libros de princesas, de rayos de luna, de ligeias y de lucrecias. Ahora había perdido todo lo que sabía que a ella le había gustado. Se sentía vulnerable e inseguro, e incapaz de decirle que había quemado todos esos libros porque le acabaron desgarrando las entrañas entre tanto sueño de volver a verla.
Sin embargo ahora resurgía con tibieza esa sensación, como el ascua que se mantiene viva entre los troncos a consumidos. Y ese ascua le estaba arrasando el pecho.

Sé todo eso porqué el era yo, y ella, sigue siendo ella. Era yo el que trepaba con mis dedos la mesa buscando su mano, para un roce no buscado, que hilvanara nuestros dedos indefinidamente. Pero no sucedió.

La conversación seguía pero yo quería otra oportunidad de coger su mano, de sentirla más cerca, de buscar su piel cenicienta, de encontrarme un beso bajo una farola de madrugada urbana.

Caminamos por el centro. Hacía frío y las calles tenían ese olor que acompaña al frío húmedo, un olor que siempre me ha recordado a la madera ardiendo de una chimenea. Yo iba con la cabeza hundida en mi chaqueta, con guantes en las manos, y éstas en los bolsillos. Sí, me di cuenta luego, y sólo luego, que así jamás conseguiría tocarla. Caminamos. Hablamos. Reímos. Nos quedamos sin palabras. Y así la brasa se se fue apagando, y Cenicienta también. Así que la acompañé a casa. Un beso en la mejilla y un abrazo, que yo quería que durara más, como si así pudiera controlar la situación y saber si nos besaríamos o no. No me brindó sus labios. Aunque, sinceramente, yo tampoco supe buscarlos, llevaba torpe toda la noche. - Nos veremos - y desapareció por su puerta.

Volví a casa y me senté en la copa de los árboles que hay enfrente de mi ventana. Dejé que volara un rato mi alma, que le acariciara un poco la luna, y que pensara que ella había pasado de ser el cielo a ser el aire que respiraba. La guardé antes de que se emborrachara de ilusión. Pero fue en vano, mi alma me dio una noche toledana, y cuando la almohada atrapó mi cabeza, se fue a visitarla.

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domingo, mayo 03, 2009
 
Si en mis sueños luché contra tanta tempestad,
si nunca gané y nunca quise más.
Ni lunas ni soles escritos, ni faldas en las aceras,
qué aventura más vulgar.
Supongo que jamás trepé balcones,
ni en melenas ni jirones,
todo es más gris de lo que aparenta,
tanta tontería inyectada por canciones.
Ya no te necesito, delicado paño,
yo no me hace más daño,
me dejé caer por sus piernas,
allí se querdarían las delicadezas y las palabras de poeta.

Ni alameda, ni lunas, a la mierda las princesas, que con tanta tormenta acabaron por petrificarme entre tanto cuento.
Si me preguntas qué necesito,
yo sólo quiero un sueño bonito.

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