Arrels
Había empezado a llover. No mucho. Lo suficiente para entristecer un poco el día y que le diera muchísima pereza ir a su clase de escritura. Isa se había ido con los niños a casa de su madre. Era un momento ideal para dejarse caer en el sillón y escuchar algo de música.
Por la ventana se colaba una oscura tarde de Otoño. Como aquellas de infancia en las que la cocina humeaba con el puchero hirviendo y las ventanas empañadas deformaban la luz de las farolas, su madre hacía crucigramas mientras vigilaba los fogones y él veía los dibujos en la tele.
Cuánto echaba de menos a su madre —dos años ya sin ella— y cuánto echaba de menos su casa. Porque donde estaba ahora no era su casa aunque fuera suya; suya, de Isa y del banco. Su casa era la de sus padres.
Le invadió la nostalgia y sacó de un armario una caja metálica en la que durante años había ido coleccionando objetos biográficos. Allí guardaba el carnet universitario de su Erasmus en Utrech o un pase de transporte público del año que estuvo trabajando en Seattle. También había una gran cantidad de fotos desordenadas: cumpleaños infantiles, vacaciones en la montaña, viajes por el mundo... Pero sobre todo había cartas y notas manuscritas. Como la primera que le habían enviado sus padres, un emotivo texto en la que le decían a un niño de diez años, que pasaba su primer verano en el extranjero, que no tuviese miedo, que llorar estaba bien si estaba triste y que le echaban mucho de menos.
Entre los muchos papeles, encontró uno que ya no recordaba. Se lo había dejado Patricia en el limpiaparabrisas del coche antes de un examen. “Mucha suerte mañana empollón. TQM. Espero que sepas quien soy :P” Releyó también unas cartas de Mireia, una chica a la que besó durante diez segundos pero con la que se pasó dos años intercambiando cartas, llamándose cada semana —cuando cada segundo costaba dinero— y soñando con que algún día vivirían en la misma ciudad.
De Laia no tenía cartas, sólo ese CD que ya a penas se oía y una lista de las canciones con explicaciones para escucharlas.
“1. J. Coltrane & D. Ellington - In a sentimental mood (Para los sábados por la mañana de invierno. Asómate al balcón con un café caliente entre las manos y mira tu acera como si estuvieras en París)
2. C. Korea - Spain (Para salir a la calle con tu discman y perderte en tus rincones favoritos).
3. M. Davis - Milestones (Para que te subas al terrao una noche cualquiera de verano y disfrutes de las luces que salpican la ciudad, como estrellas a ras de suelo...”
Así hasta: “20. N. King Cole - Autumm Leaves (¡Para que te acuerdes de mí!)”
Con Laia descubrió la música con mayúsculas y el sentimiento de ser cómplice de un arte reservado para unos pocos. En sus besos lo mismo se colaba Bobby Womack que Cortázar o Jeff Buckley; se mandaban por email canciones, fragmentos de relatos, incluso sus propios versos.
Pensó que hacía mucho tiempo que no releía aquellos emails y decidió seguir reviviendo su pasado un poco más.
Gmail. Buscar. ¿Laia? No, Laia no utilizaba su nombre real. ¿Cuál era? ¡Ah, ya! Kit Moresby, la mujer de aquel libro de Paul Bowles que decía: “No somos turistas, somos viajeros. No es lo mismo. Los turistas están pensando en volver a casa nada más llegan. Los viajeros no saben cuándo volverán”.
En su buzón no encontró ningún correo de Kit Moresby, ni de K. Moresby, ni de Laia. Lo intentó varias veces como si la máquina se pudiese equivocar y tuviese que convencerla, pero la búsqueda no dio ningún resultado.
Refrescó la página, salió y volvió a entrar, probó con nombres de músicos y poetas que recordaba haber mencionado. Nada.
Escuchar el CD de Laia podía darle ese recuerdo que había dejado a medio paladear pero los constantes golpes y cacofonías en su reproducción le hicieron desistir. En un último intento de recuperar esos ecos, decidió buscar las canciones para reconstruir la lista en Spotify. Estaba en ello cuando tuvo un fugaz momento de lucidez: volvió a su buzón y buscó por fechas. Verano de 2007. Tampoco había nada. De hecho, no había nada antes de 2009. Ningún email. Joder, claro, por aquel entonces utilizaba el correo del Messenger, el de hotmail.
Allí estaban. Los leyó con avidez. Sintiendo esa vitalidad de los jóvenes que parecen desangrarse en cada palabra. Envidió a su yo del pasado e intento recrear esas sensaciones. Un pálpito caliente le recorrió el pecho y no pudo evitar mirar el reloj esperando ser pillado en cualquier momento. Pero Isa se retrasaba. Así que buscó a Laia en internet.
El porqué lo dejaron seguía siendo todavía un misterio para él. Un extraño devenir en el que el secretismo de una relación prohibida, por ser ella la exnovia de un amigo, acabó contaminando todo. Ella siempre negó que esa fuera la causa y aseguraba que habían sido sus inseguridades y falta de auto-estima lo que no le permitió expresar lo que sentía. Todo acababa con un email al que nunca tuvo el valor de contestar:
“No desdeñes mi entendimiento, mi forma de ver la vida. Simplemente es más sencilla, más humilde y, a veces, me ahogo con ese tipo de sensaciones.
A lo mejor piensas que yo misma me lo provoco. Puede ser. Pero no estoy bien. No estoy bien. Me siento fuera de lugar. Miles de veces he pensado que mucho deben haber cambiado las cosas para haber sacado adelante todo lo que nos parte el pecho. Miles de veces he pensado que yo no era la persona que tu esperabas. En ningún momento pensé que fuera una quimera, de haber sido así, ni si quiera lo habría intentado. Por favor, esta vez, no contestes el email”
Si hubiese contestado, quizá, hoy viviría en Berlín con ella, donde era diseñadora gráfica en un estudio llamado Werkland. Noches de jazz y cerveza de trigo. Paseos por el Tiergarten o la zona de grafitis de Kreuzberg. Desayunar los domingos en aquella cafetería polaca en la que ponían unas riquísimas tartas de queso. Una ciudad que redescubrir cada día.
En esa vida imaginada podía tener un trabajo más interesante. Profesor en la universidad, por ejemplo. Todos los días iría caminando desde su casa hasta la facultad por la rivera del Spree. A la vuelta compraría algo de pan negro y encurtidos. Al llegar estaría Laia trabajando. Cenarían, harían el amor y escucharían a Coltrane hasta la madrugada.
Siguió indagando y encontró algunas fotos. Había envejecido muy bien aunque estaba diferente, sin el flequillo, con el pelo a lo pixie y gafas. Daba igual, le seguía pareciendo increíblemente atractiva. “Sin querer me he esforzado demasiado y te he encontrado. ¿Cómo estás? Acabo de escuchar tu CD y echo de menos amar a cuchillo, siempre con sangre caliente en la boca” El mensaje salió sin pensarlo y, conforme lo envió, se sintió tonto. Podía intentar corregirlo pero era ya demasiado tarde. Oía las llaves girando en la puerta.
* * *
Le había dicho a Isa que cenaría con unos compañeros del trabajo. Ella simplemente asintió con una sonrisa y le deseó que se lo pasara bien. Siempre sonreía. Era algo que al principio le encantaba pero que, con el tiempo, veía como un símbolo de superficialidad. Si siempre sonreía, nunca sonreía, era solo un gesto reflejo.
Cuando llegó al restaurante Laia ya estaba allí. Enseguida la reconoció aunque tenía la sensación de estar viendo a una desconocida de toda la vida. Dudó, pensó en volver a casa. Decirle que estaba indispuesto, que lo sentía mucho, que le resultaba imposible. No le dio tiempo. Ella lo vio al otro lado de la ventana y le hizo señas como para recordarle que ella era ella, que sí habían quedado y que estaba esperándole.
Se había a vivir a Berlín hacía nueve años. Con lo puesto y sin hablar nada de alemán. ¿Por qué Alemania? Pues porque todo el mundo se iba a Inglaterra y pensó que le resultaría más fácil encontrar trabajo. Con su escaso conocimiento del idioma y la cultura local había empezado plegando ropa en Zara, de ahí pasó a trabajar en una cadena de hamburgueserías y, después de tres años, acabó encontrando un trabajo de lo suyo. A su marido lo había conocido en una fiesta con otros españoles. Un asturiano que se llamaba Jacobo, trabajaba en una consultora y con el que tenía una hija de cinco años que se llamaba Emma.
Ya se habían dado todos los detalles básicos y aún no habían traído ni las bebidas.
—Vivir en Berlín debe ser una pasada, ¿no? ¿A cuántos conciertos de jazz has ido desde que estás allí?
Ella rió.
—Realmente a pocos. Los dos primeros años fui al festival de jazz, luego a algún concierto suelto. Pero es que al final no tengo mucho tiempo. Además Jacobo no es muy fan.
—Yo creo que estaría yendo cada fin de semana a un concierto.
—No creo que a tu esposa le hiciera mucha gracia que te pasaras el fin de semana bebiendo bourbon y bailando con mujeres que fuman—dijo guiñándole un ojo—pero, vamos, tienes casa para cuando quieras venir.
—Oye, una temporadita no me vendría mal. Echo de menos vivir en otras ciudades. No sé por qué volví a Valencia.
—Por els arrels. Yo me paso la mitad del tiempo quejándome de la comida y la otra mitad quejándome de la lluvia. Tú has vivido fuera y sabes lo que se echa de menos la terreta. Yo me paso el día escuchando una lista que tengo con canciones de La gossa sorda, Obrint pas, Senior i el cor brutal...
—¿Has cambiado el jazz por rock en valenciano?
—¡Pues sí! Para que veas, el otro día vi una película horrible sólo porque tenía lugar en Valencia: Paella Today. Lamentable.
—Pero si vienes a menudo...
—Ya, pero ni siquiera Valencia es Valencia. Echo de menos mi idea de Valencia, la de cerrar los bares del Carmen, la de acabar las noches en la playa, los conciertos en la Pilona...
—¿La Pilona? ¿La casa okupa? ¡Eso lleva cerrado años! ¡Antes de que te fueras!
Cuando llegaron al café la conversación se había derramado y decidieron continuarla caminando por la ciudad a la búsqueda de alguna reminiscencia de juventud.
La noche era agradable y una suave brisa marina peinaba las calles vacías. Todos los bares buenos estaban ya cerrados. Iba a ser difícil encontrar algo decente abierto un martes a la una de la madrugada. Pero, ¿acaso no era esa sensación de ser los reyes de la noche, los últimos en irse a dormir, parte de la ciudad que añoraban?
—Perdona que te pregunte pero ¿no ha venido tu esposo a Valencia?
—No, se ha quedado con la nena en Alemania. Tenían cosas que hacer...
—Si mi madre no ve a sus nietos todos los domingos, le da algo.
—Es complicado...
—Disculpa, no quería meterme donde no me llaman.
—Está bien. El tema es...—suspiró— El tema es que Jacobo no se lleva muy bien con mis padres, es su carácter, es un poco arisco.
—Del norte, ¿no?—dijo con una sonrisa intentando evitar una conversación que no quería tener.
—Es una buena persona pero se le ha ido agriando el carácter. Es ese trabajo de mierda que tiene, que le quita vida y autoestima —chascó la lengua como si buscara palabras para sus pensamientos—. Puede llegar a ser muy desagradable. No es que lo sea siempre, solo a veces. Pero ya la ha tenido alguna vez con mis padres. Así que vengo yo sola o con Emma y me evito estar incómoda.
—Joder,... lo siento.
—A veces me dan ganas de desaparecer. Pillar una van camperizada y recorrer Canadá: dormir en cualquier parte, bailar en medio del bosque y disfrutar cada día de un paisaje nuevo. Sin fecha de vuelta, ya sabes.
—A eso me apunto, señora Moresby.
Recorrieron las calles que en otros tiempos estaban llenas de hippies, heavies, hiphoperos y skaters; y en las que ahora no había más que bares con extranjeros que gritaban y bebían como si fuera Viernes.
—Para salir, la verdad, es que en Berlín hay mejores sitios. Hay una antigua fábrica que han convertido en bar. El suelo es de arena de playa, está lleno de hamacas y suena trance todo el día. Puedes ir hasta con niños. Allí, desde luego, tienes cosas más interesantes que hacer.
—A eso me refería, aquí la vida acaba siendo aburrida y cutre. Ya ves que lo que triunfa ahora es una cachimba en un bar con LEDs y música de mierda.
Laia levantó los hombros y se rió.
—No sé, vente a Berlín.
—Si pudiera...
—Si quisieras...
—Si quisieras tú...
Caminaban en silencio bajo la neblina ámbar. El crepitar de las palmeras y el aroma dulce del pelo de Laia, cada vez más cerca de su hombro, le trasladaban a otro tiempo. Sus cuerpos parecían caerse el uno contra el otro, como dos estrellas bailando antes de colapsar. Primero fueron un par de pasos tontos en los que se rozaron los codos. Luego los hombros. Finalmente los dedos. El olor a vainilla trepó por su cuello y un olvidado sabor a ceniza inundó su boca. Isa nunca había fumado. El recuerdo de su esposa entró en tromba en su cabeza y no pudo evitar comparar las lenguas, una áspera y ahumada, la otra suave y jugosa.
—¿Quieres subir? No están mis padres—le estiró suavemente del cinturón.
Su cabeza borboteaba. El sudor salado de los pechos de Laia. Las caricias suaves de Isa por su espalda. El alcohol, los conciertos y la noche de una ciudad ajena. El parque, los dibujos y los juguetes. Una vida nueva lejos de aquí. La liturgia del baño de los niños. La ferocidad de un polvo en un ascensor. El sexo distraído de los jueves por la noche.
—Mejor que no.
Ella frunció brevemente el ceño pero enseguida volvió a sonreír, le cogió con las dos manos del antebrazo y le dio un beso en el borde de los labios.
Decidió volver a casa andando. Meditabundo, abrumado por un único pensamiento, imaginaba escenarios en los que ella se enfadaba y le pedía el divorcio, otros en los que solo se entristecía y su vida acaba siendo un montón de silencios apilados, otros en los que él no dejaba de caminar y desaparecía para siempre.
Llegó a la conclusión de que sería mejor contar una verdad a medias —le parecía imposible negarlo todo. Que se habían encontrado casualmente, que había bebido y se habían dado cuatro besos mal dados, que ni siquiera había disfrutado. Pensó que a Isa le afectaría más el hecho de haber quedado con Laia a cenar que el que de haberla besado.
Evitaría compartir su justificación interna, que todo aquello no era más que la natural inclinación del ser humano a vivir momentáneamente una vida distinta. La avaricia de no querer perderse todos los caminos que uno pudo tomar. ¿Quién no quería ser otra persona de vez en cuando? ¿No era, acaso, aquella, la última intención de la literatura? Ser detective en Nueva York, trompetista en Amsterdam, diplomático en Hanoi,... profesor en Berlín.
Se duchó silenciosamente en el cuarto de baño de los niños. Se cepilló los dientes dos veces. Se preparó un vaso de leche caliente. Finalmente, se metió en la cama matrimonial intentando no despertar a Isa, que masculló un “buenas noches” entre sueños y le cogió de la mano para depositarla sobre su cintura. Sintió los latidos en su vientre caliente y el crujido familiar de la almohada compartida. Cerró los ojos y poco a poco se durmió pensando en el olor a paja de arroz quemada que invade las noches de otoño en Valencia.
Postre o café
Los
hitos y los carteles de desvío se sucedían en una carretera
interminable. Un cielo plomizo, un paisaje invariable y una cadena de
radio que ponía las mismas canciones desde hacía 20
años: la radio formula de la nostalgia perpetua. Rodrigo, con la mirada
cansada
sobre la carretera, tarareaba algunas de las canciones de la radio.
Laura miraba al horizonte, plegada sobre sí misma todo lo que le dejaba
el
cinturón de seguridad.
—¿A qué hora es el funeral?
—
preguntó Rodrigo.
—A las cinco y media.
—Llegamos bien, podemos parar a comer con tranquilidad.
—No quiero apurar, comamos pasado Zaragoza, por favor.
Rodrigo asintió con la cabeza. Laura entrecerró los ojos como si pudiese así ver un paisaje distinto. Un pueblo. Un
polígono industrial. Campos. Otro pueblo. Un enorme silo de cereales. Más
campos. La nada. De vez en cuando, pasaba su dedo índice derecho por el dorso de su mano
izquierda, una caricia que tenía más de hábito nervioso que de relajante.
—Deberíamos haber cogido el AVE
—
musitó Laura.
Rodrigo chasqueó la lengua.
—Era muy caro. Con tan poca antelación, merece la pena coger el
coche.
Laura no contestó. Cambió la radio sin preguntar.
Radio 5, todo noticias. Era igual de anodino pero por lo menos las noticias
eran nuevas.
Pasaron Zaragoza y tras unos pocos kilómetros pararon en un
restaurante de carretera cualquiera. En el aparcamiento, una pizarra envejecida
rezaba el menú del día. De primero: sopa de alcachofas, guisantes con Jamón,
espaguetis con tomate o ensalada. De segundo: pechuga a la plancha, filete a la
plancha, calamares, bacalao a la vizcaína o paella. Café o postre. O.
Entraron. Se sentaron. Pidieron.
—¿Has hablado con tu madre? ¿Cómo está? - Rodrigo acercó su mano
hacia la de Laura
—Asumiéndolo, digiriéndolo. Como todos. Está bien. Mi hermano ha
estado con ella desde las 10 de la mañana en el tanatorio.
—Bien, en unas horas estamos con ellos. ¿La idea es quedarse hasta
el Lunes?
—Yo me voy a quedar. Tú lo que quieras. Me puedo volver en AVE.
—Ya, pero ¿tú qué prefieres?
—Lo que tú veas
—
sentenció Laura y resopló
—
¿Cuándo van a traer la comida?
Tardaban en servir los platos. Rodrigo se distraía con el móvil. Laura, visiblemente nerviosa, no dejaba de mirar su
reloj de pulsera. 14:23. 14:23. 14:24. Se
levantó de la mesa y se acercó a unas estanterías en las que exponían productos típicos de
la zona: embutidos, quesos, algunos dulces, unas navajas con el nombre del
pueblo más cercano grabado...
Se acercó a unos pequeños azulejos de
dibujos espantosos y frases pueriles. “Para el mundo tú eres alguien, pero para
alguien tú eres el mundo” con un dibujo de dos monigotes con cabezas pintadas
como un globo terráqueo. “Los amigos de verdad los verás en los malos momentos”
y un monigote triste rodeado de otros monigotes que le abrazan y lejos de otros
monigotes que ignoran la escena principal. “Eres lo que comes. No seas rápido,
barato y fácil” había un monigote que parecía medio borracho quitándose el pantalón.
Había un azulejo medio oculto, que no parecía ser parte de la misma
colección. También eran de monigotes horribles pero la caligrafía era
ligeramente diferente. “Siempre te querré, desde Bilbao hasta Jerez”, un coche
con forma de corazón sobrevolaba un mapa de España con una línea que unía el
norte con el sur. Más bien de Oviedo a Málaga. Sacó el azulejo de su soporte y
deslizó los dedos sobre la superficie vitrificada. El tacto le producía dentera.
De repente, la voz de un hombre emergió de la barra que estaba al otro lado de
la sala “¿Quiere algo, señora?”
—Que nos sirvan ya
—dijo con un enfado poco contenido.
—Enseguida está
—musitó el camarero-
En efecto, enseguida llegaron los platos.
Pero no los primeros, sino todos. Los primeros y los segundos, todos a la vez.
Dos ensaladas. Una filete para Rodrigo. Y un arroz con una mezcla
indistinguible de verduras y embutidos para Laura.
Empezaron a comer de forma desordenada. Los
golpes rápidos sobre los platos parecían estocadas cuyo tintineo daba un aire familiar y tranquilo a la situación.
—¿Me das un poco de paella?
— Si querías, ¿por qué no lo has pedido?
—Bueno, me apetecía filete, pero la paella tiene buena pinta. Por
probar de todo.
—Sí, suele pasar, ¿no?
Rodrigo,
visiblemente sorprendido, calló y
bajó la mirada al plato. Llegaron los postres, que no habían pedido. No
tenían
ningunas ganas de discutir con el camarero, así que no rechistaron.
Rodrigo comía con rapidez su flan enterrado en nata y sirope de
chocolate. Laura solo
se comió un poco de la nata y fue aplastando el flan con la cucharilla
mientras esperaba a Rodrigo. Conforme éste se tragó la última cucharada,
Laura saltó hacia la barra con
el monedero en la mano.
Oyó de lejos a Rodrigo: “¿Y café?”. “Postre
o café - subrayó Laura - O café”.
Tras la mediocre experiencia gastronómica,
retomaron la carretera. Volvieron a su estado anterior. Uno distraído y la otra
ausente. Se sucedían los kilómetros, los pueblos y los polígonos. Un WhatsApp
sacó a Laura de su ensimismamiento. Es su hermano “¿Por dónde vais?”. Laura:
“Nos quedan un par de horas”. Su hermano: “Un poco justo, ¿no?”. Laura envía
una cara triste.
Había pasado poco más de una hora cuando
Rodrigo se giró hacia Laura y le puso la mano sobre la rodilla.
—Laura, tenemos que parar a poner gasolina. No creo que lleguemos.
Serán solo cinco minutos.
No contestaba. Tampoco le quita la
mano de la rodilla.
—Laura, ¿me has escuchado?
Asintió con la cabeza. —
Todo por no coger el AVE
—
dijo entre dientes, como si se le
escapara.
Él estalló.
—¡Ya está bien! ¿qué te pasa?
—Nada. No me pasa nada.
Rodrigo tardó unos segundos en reubicarse. Bajó
el tono. —
¿Quieres que volvamos a hablar del tema?
—No, no quiero volver a hablar del tema.
El silencio se hizo denso y, a los minutos,
apareció un cartel de estación de servicio. Laura lo señaló.
—Para.
—No, vamos a ver si llegamos sin repostar.
—Que pares.
—Que no hace falta.
—¡Que pares!
Las palabras de Laura sonaron como un gemido
roto. Quedaban 2 kilómetros hasta la estación de servicio y fueron los minutos
más largos y angustiosos que ninguno había sentido. Pararon. Al llegar al
surtidor, Laura salió del coche.
—Me quedo aquí. Vuélvete a Madrid. Yo llamo a un taxi.
—¿Qué dices?
—Que te vayas, Rodrigo.
—No tiene sentido. Lo hablamos, Laura.
Ella calló y se alejó a unos metros de los
surtidores.
Rodrigo acabó de repostar y se acercó a
pagar. Cuando salió Laura estaba al teléfono pidiendo un taxi. Rodrigo se metió
en el coche y arrancó bruscamente. Laura, rompió a llorar. Pensaba que no se
iría. Se equivocaba otra vez.
Doblar una esquina
Sabios de todas las civilizaciones han debatido infructuosamente sobre el curioso fenómeno de doblar esquinas. Dos planos perpendiculares que forman una estructura tan rígida que ningún ser humano es capaz de alterar con sus propias manos, pero que hasta el más torpe es capaz de doblar. Pese a que lo habitual es doblarla andando, también se puede hacer corriendo, saltando, en bicicleta e, incluso, haciendo la croqueta.
Por lo que tengo entendido fue Periacóntodo, filosofo griego y panadero en su tiempo libre, el primero en identificar este fenómeno. Pese a ser ninguneado por sus coetáneos - a Zenón de Elea le pareció una idea absurda incluirlo en su libro de aporías - sus ideas han transcendido hasta la actualidad.
Fue desafortunado que Periacóntodo vivirá en la única aldea de Grecia menor en la que no se diferenciaban los conceptos de interior y exterior. Dicha particularidad supuso que fueran esquinas tanto el cruce exterior de los muros como el cruce interior. Este último tipo de esquina imposible doblar, ni siquiera haciendo la croqueta. La inexactitud lingüística se hubiese podido arreglar a tiempo por el mismo Periacóntodo, siendo, ahora ya, completamente imposible.
Como todos de niños hemos leído en el colegio, el panadero griego dato el inicio de este fenómeno en los albores del imperio sumerio con las primeras construcciones cuadradas. Pese a que fue un gran avance en la movilidad urbana, los sumerios vivían desconcertados por darse, ocasionalmente, de bruces con sus vecinos al realizar esta práctica.
Siguiendo los planteamientos de Periacóntodo, las esquinas mantuvieron esa disposición mística pero sencilla durante muchos siglos, hasta que llegó la ilustración y, en pro de la razón, se inventaron los chaflanes con sus esquinas dobles. Las esquinas de 90 grados fueron sustituidas por dos esquinas de 135, dejando obsoleta la simetría de las esquinas interiores y exteriores.
Desde entonces se doblan dobles esquina, lo que vulgarmente se conoce como cuadruplicar una esquina. Al principio fue confuso, la gente sólo doblaba una de las esquinas quedándose atrapada en los chaflanes. A tanta gente le pasó que muchos se quedaron a vivir allí, formando ciudades y hasta países – pequeños claro.
No sé si a usted se lo parece pero a mí me parece una historia fascinante. Yo, personalmente, acostumbro a doblar y cuadruplicar esquinas por la mañana al ir a trabajar y sobre todo al volver, que es cuando más prisa tengo. Como los últimos sábados, hoy he vuelto a esta esquina que no está lejos de casa para ver cómo se dobla.
Es, sin duda, un objetivo complicado. El primer sábado que vine pasó un lingüista que, al verme tan entregado, me preguntó qué estaba haciendo. Le conté mi propósito y, aunque lo encontró loable, intentó disuadirme desde el primer segundo. “No pierda el tiempo” me decía, “hay veintidós acepciones de ‘doblar’ recogidas en el diccionario. Es poco probable que se aparezca la que usted quiere. Por ejemplo, ‘mano’ es la palabra con más acepciones, treinta y seis acepciones simples y trescientas setenta y una complejas, y yo, que soy lingüista a penas he podido presenciar más de cinco de ellas. Váyase a casa y busque otra afición menos frustrante como el avistamiento de petimetres o el dominó.”
Para ser lingüista parecía muy interesado en las probabilidades. Particularmente yo he sido más partidario de las posibilidades. Las probabilidades son infinitas y las posibilidades solo dos – que sea o que no sea – así que al final tienes un 50% de probabilidad de que sí sea.
Hoy, espero tener más suerte, he traído un microscopio para ver el fenómeno con más detalle. Mi idea es situarme a escasos centímetros de la pared, esperar a que alguien doble la esquina y observar como se pliega el muro como para que el ojo humano pueda no verlo.
Después de varias horas, hoy tampoco he conseguido ver nada, pero no cejaré en mi empeño. El próximo sábado vendré con un telescopio para que nada doble mi misión – doble de la séptima acepción de doblar del diccionario: inducir a alguien a que piense o haga lo contrario a su intento u opinión.
Estoy en un parque al lado de la Universidad Complutense de Madrid, esperando a que Irene haga su primer examen - segundo intento - de su oposición. La escena es bonita, más allá de los impostados gritos un monitor deportivo que no ceja en su empeño de destruir mi paz interior. Suena de fondo música verbenera de lo que probablemente sea un evento para hacer deporte en el parque. Es estruendoso pero intento centrarme en el paisaje. Hay castaños, y pinos, y abetos y otros árboles de los que desconozco su nombre. También hay bancos de hierro forjado que me hacen pensar en otra época. Pero el animador de masas flácidas me devuelve a patadas a este irritante siglo XXI.
Tengo tiempo y me apetece inventarme un personaje. Colocarlo a mi lado, ver cómo se siente y qué hace. Pero ya decían mis profesores de escritura que para una historia necesito un escenario, un personaje y una acción - el personaje quiere algo y se encuentra barreras para conseguirlo.
Lo primero que viene a mi cabeza es poner a un chico de treinta y tantos, pero se parece demasiado a mí. No quiero que sea otra fantasía biográfica. Una chica de mi edad? Vaya por dios! En el iPad no hay símbolo de interrogación inicial. Bueno, sobreviviremos.
Voy a coger a la primera persona que pase.
La verdad es que no pasa nadie pero, a lo lejos, veo una señora de unos 50 años paseando a su perro. Me sirve.
Se sienta a mi lado. El perro se sienta dócilmente a su derecha y me mira, como si esperara una explicación de porqué su paseo se ha visto interrumpido.
- Usted, qué quiere en la vida? - le preguntó a la mujer
- Que pare… - arquea los labios en una fugaz sonrisa - esta música infernal.
- Que casualidad! Estaba pensando en lo mismo. Pero me refería a un nivel un poco más general.
- Ya suponía, pues...
- Disculpe que le interrumpa. Soy un mal educado. No le he preguntado el nombre.
- Marisa.
- Como Marisa Montes?
- Sí, supongo.
- Tampoco he dicho mucho de usted a los que nos observan a través de las palabras. La describiría yo, pero quizá tiene más sentido que lo haga usted .
Cuando Marisa va a empezar a hablar, pasa un señor jalando a un perro obsesionado en miccionar en una fuente, lo que parece estar en contra de la premura que su dueño tiene. “Lucas!, Lucas!, vamos!” El can estira con fuerza y se sale con la suya. Mientras una versión tecno-verbenera de “Eye of the tiger” atrona el parque. El monitor deportivo ha sido sustituido por una homóloga y la voz femenina aporta un nuevo rango de agudos al monstruoso sonido.
Marisa cabecea como si hubiese perdido el hilo de algo que aún no había comenzado a contar.
- Me parece absurdo que la gente ponga a sus perros nombres de personas.
- Ya, es raro.
- Pero me estabas preguntando por mí, ¿no? - sin esperar a que yo responda, comienza - pues como te he dicho me llamo Marisa y tengo 58 años.
- Sí, eso lo sabía - le interrumpo - Ventajas de ser narrador omnisciente.
- Supongo. Bueno, trabajo como enfermera en la clínica de la doctora Muñoz Molina, una excelente nefróloga. Pero me gustaría jubilarme en un par de años. Ya son muchos años. Fíjate que tuve que empezar de enfermera en la guerra civil, no por formación, si no por necesidad.
- No puede ser. Si tiene 58 años, nació en el 60.
- Es cierto, supongo que eres más mayor de lo que crees.
- Supongo, toda la gente mayor me parece de la guerra civil.
- Bueno, pues ya te inventas tú algo para mis inicios, que ahora no se me ocurre.
- Vale, ya pienso luego en algo. Enfermera en los 80 en Londres?
- Me parece bien - lo dice sin mucho convencimiento pero parece que le da bastante igual - Por dónde iba? Ah sí, que me quería jubilar. Es que mi marido, Julián, trabaja en un banco y lo prejubilaron hace un año. Queremos dar la vuelta al mundo y, claro, ya tengo ganas.
- Bueno, eso podría responder a la pregunta de que quieres. Ya tengo un personaje, un escenario y un deseo. Que te impide conseguirlo?
- Nada, bueno, que me quedan unos años antes de jubilarme y no quiero perder dinero de la jubilación. Luego nunca se sabe.
En los últimos minutos se ha animado la cosa y ya hay bastante gente paseando. Unos chicos pasean otro perro, a mis ojos, idéntico a Lucas, al que le gritan intermitentemente “Bruno!” para que vaya avanzando. Marisa tiene razón.
Me quedo pensativo, intentando ver como lo de no tener una jubilación adecuada puede ser motor suficiente para una historia. Mientras Marisa se vuelve hacia su perro y le acaricia la cabeza. Éste parece complacido y entrecierra los ojos.
No tengo ni idea de como hacer una historia con Marisa. Vencer al estado en plan Daniel Blake? Un robo y huida? Se puede retorcer el asunto y virarlo hacia una enfermedad o unos hijos odiosos. Pero se le ve bastante bien de salud y creo que sus dos hijos están felizmente casados y suelen comer con sus padres un par de domingos al mes. Uno de ellos, el mayor, está separado y vuelto a casar. Pero hoy en día eso es bastante habitual.
- ¡Hola Julián! - exclama Marisa
No me había dado cuenta que un hombre que paseaba por el parque se había parado detrás de mí. Es Julián, el marido de Marisa. Lleva una sariana azul y suele caminar con las manos cogidas por detrás de la espalda. Su pelo cano se asomaba bajo una gorra de estas que están tan de moda entre la gente mayor con una visera corta unida a la tela superior.
- La verdad es que esto no me lo esperaba - le digo - ¿qué haces tú por aquí?
- Vivimos muy cerca, por Príncipe Pío, y he pensado en acercarme a conocerte. Marisa me ha hablado mucho de ti.
- Espero que bien - le digo mientras pienso que menuda tontería acabo de decir.
- Sí. Me ha dicho que te gusta escribir historias.
- Sí bueno, lo intento. Pero es por hobby, realmente trabajo en un banco.
- Como yo! Bueno antes, ya no trabajo en ningún banco.
- Sí, me lo ha contado.
- Te has dado cuenta de cuantos síes has utilizado en las últimas líneas?
- Sí... mierda... afirmativo? Es que me sonaba natural. También “buenos” y “supongos”, creo que es como hablo yo.
- Ya. Bueno, no pasa nada. Tampoco va a leer esto nadie.
- Quizá Irene...
- Quizá.
Julián mira a Marisa que está absorta viendo a la gente pasar y le hace un ademán para irse. Marisa afirma.
- Nos vamos a ir, que nuestros hijos llegan en un rato a casa - me dice Marisa - ¿quieres comer con nosotros?
- Os lo agradezco pero tengo que esperar a Irene. Además me duele ya la espalda de estos bancos. Creo que voy a ir a matar a los del spinning. Eso o me uno.
- De acuerdo. Que vaya bien el día y tu búsqueda de historias.
- Igualmente!
Mierda, pienso para mi. Ellos no buscan historias. Esto es como cuando alguien te dice “buen viaje” y sin pensarlo contestas “igualmente “ y te sientes idiota.
Bueno, supongo que no en todas las historias hay tensión. O quizá esto no sea una historia. Seguiré buscando. Bueno, supongo, bueno, supongo…
*Me acerqué al evento, que estaba lejísimos. Cerca el sonido era aun más ensordecedor. Era un evento deportivo de aerobic a favor de la gente con ELA. Me sentí fatal. Pero la música seguía siendo horrenda.