Días sin horas

viernes, febrero 06, 2004
 
Dos minutos más,...

¿Conocéis ese momento en el que te despiertas pero no quieres abrir los ojos? Tan fuerte es ese sentimiento que casi visualizas tu despertador y ves que pone las 2 de la mañana. Pero en el fondo sabes que no es así, es más no quieres abrir los ojos porque probablemente deben quedar unos minutos para que suene el despertador, y el maldito reloj biológico ya te ha despertado.
No hay nada que me fastidie más que abrir un ojo y ver que pone 6:58. Dos minutos, que quieres aprovechar, pero sabes que no te sirven para nada, y te niegas, y te giras, y te revuelves en las sábanas que han recogido todo tu calor durante la noche.
Esta mañana ha sucedido esto, algo tan típico en mis despertares. Como no atinaba a darle al botoncito de “por favor para de torturarme con ese irritante pitido”, he arrancado el problema de raíz, he desenchufado el despertador. Consecuencia lógica, me he dormido.
He desayunado lo más rápido posible, me he duchado, y cambiado. Traje negro, corbata roja, nada arriesgado, hoy no me apetece pensar. Me esperan en la oficina, y aunque no pasa nada por que me retrase no me gusta llegar tarde. Camino al trabajo oigo canciones, noticias, eventos y demás retales que meten en las radio-fórmulas matinales, nada me queda, llego al trabajo y no sé ni que he oído.
Encuentro un sitio relativamente cerca de la puerta. Voy caminando hacia el portal del edificio acristalado en el que anida mi oficina, mientras pienso cómo me gustaría tener una vida de novela, ser un periodista o un fotógrafo, ver que su vida se entrelaza entre la normalidad y alguna historia que entra en su vida. Un amor, un asesinato, pero corto rápido esta paranoia al cruzarme en el ascensor con una chica preciosa. Es una de esas bocanadas de aire que te da la vida, era guapísima. Me estaba poniendo rojo y ni siquiera me había mirado, se abrió la puerta del ascensor y me dirigió un seco “hasta luego”. Mi shock fue tal que se cerró la puerta y no me di cuenta de que tenía que haber bajado en el mismo piso que ella. En ese momento pensé que Dios era un tipo gracioso, ¿ qué pensará esa chica cuando me vea aparecer por las escaleras? En un intento de deslizarme por la entrada de mi oficina como si de un fantasma se tratara, me tropecé dos veces con dos sillas (diferentes), finalmente llegue a mi cubículo.
Allí me sentía seguro, me deje caer en la silla, acompañando el movimiento de un suspiro. Cuando levante la mirada y vi a través del cristal de la puerta, allí estaba ella, en las butacas del pasillo. Creo que me miró, yo le mire y sonreí, pero no me sonrió.
Empezó a llover, entre sus piernas y el sonido de las gotas de agua mi mente se embarco en un viaje por sentimientos de nostalgia, melancolía y soledad. Lo más valiente era salir y decirle algo como : ¿ puedo ayudarte?. ¡Qué tontería! No era una consulta dentista.
Doy vueltas sobre mi mismo, me vuelvo a sentar. La miro, es preciosa. Su cara parece de porcelana, suave y brillante, su pelo castaño se deslizaba por sus orejas y rozaba el cuello de su jersey de cisne. Su pelo me fascinaba, llevaba el pelo recogido con una goma menos dos mechones que le caían por su frente hasta casi la boca. Sus ojos no los veía desde mi silla, pero seguro que eran preciosos.
Sabía que me estaba autosugestionando demasiado, pero tenia una sonrisa tan cálida.
En menos de un segundo salió María, una compañera, saludo a la chica y se fueron, y con ellas mis suspiros. Aun me quede un rato mirando por la ventana como chocaban las gotas, decidí cortar con aquellas pseudo-alucionaciones y encendí el ordenador, dispuesto a continuar lo que ayer me tenía ofuscado.



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