Días sin horas

sábado, julio 22, 2006
 

Era una tarde de verano y el calor arreciaba con el sol en su paseo por el cielo limpio de las tres de la tarde. Se sentía la densidad del sudor que asomaba por los poros, que no tenía las agallas de salir más que por los puntos que tocaban con el sillón de mimbre, ya que no salir era su propio sufrimiento.

Reinaba la quietud, parecía que nada alrededor tuviese vida, y si la tenía estaba en un estado latente para ahorrar energía y malos ratos.

Se oyeron unas voces infantiles recorriendo la calle empedrada, los niños iban dando saltos por los mordiscos sulfúricos de las piedras. Corrían en dirección a la playa, aun les quedaba un largo camino antes de llegar. No sé qué tipo de deidad dota a los niños con esa energía asimétrica que les hace refulgir a la hora de la siesta y les apaga cuando la noche empieza a hacerse soportable. Será la luz o quizá las ganas de baño y juegos.

Las paredes se resentían en silencio por el fuego sobre su cal, y aguantaban estoicamente los rayos más duros del día. En contraste sobre el blanco, trepaba la buganvilla con una altivez propia de los árabes que reinaron en otros tiempos estas tierras. Un altivez casi humilde, con un color fuerte que parecía retar al calor y a los tonos amarillos de cualquier vegetal que se pudiera permitir vivir bajo este sol. Era orgullosa y discreta, y sólo cuando la regaba por las noches, parecía que abriera sus pórticos de desdén para concederme un breve aroma de agradecimiento.

Estaba empezando a desfallecer cuando noté su mano fundiéndose con mi hombro, y anunció, con la caricia circular de su dedo, que me besaría. Iba toda de blanco, contrastando con su piel morena; altiva y cómplice, se acerco y me sopló cerca de los labios. Se giró y se volvió al porche. Me dejó agonizar solo.




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