Días sin horas

sábado, julio 29, 2006
 

Había gente que los odiaba hasta el punto de querer ocultarlo a toda costa. Otros, sin embargo, sentían la imperiosa necesidad de comunicárselo a todo el mundo y celebrarlo con tanta pompa como alcurnia se desea.

A mi, mis cumpleaños, me generaban cierta indiferencia. Aunque debo reconocer que afloraba la vanidad de ser el centro de atención y ansiaba recibir las felicitaciones, odiaba las celebraciones. Es más, odiaba sentirme perdido y sin saber que hacer en una fiesta con demasiada gente.

Los había que me consideraban un huraño irremediable, encerrado en mis grupos endogámicos que, curiosamente, acogían a cualquiera que quisiera entrar y cumpliera un mínimo de capacidad mental. Eso sí, siempre grupos pequeños. La verdad es que no me importaba, me dotaba de un halo misterioso que de vez en cuando aprovechaba con ciertas féminas excesivamente impresionables. De esas féminas que buscan París en París.

Eran las 11 de la mañana de mi vigésimo octavo cumpleaños. El verano era caluroso y húmedo, como cada uno de los veintisiete previos, la gente que se veía por la calle iba a la playa o iba a trabajar empapado en sudor y envidia. No era una envidia sana, era una envidia bruta y visceral. Por lo menos es lo que sentía aquel hombre de rostro enjuto y manos acartonadas, que lucía un polo azul demasiado grande para él y unos vaqueros demasiado claros para el polo que llevaba. Rondaría los cuarenta y demasiados y las bolsas que bordeaban sus ojos le hacían parecer más mayor de lo que probablemente fuera. Sentía el calor, sacaba la lengua ligeramente cada poco tiempo para rehumedecerse los labios. Se rascaba compulsivamente detrás de su oreja derecha y luego lo disimulaba subiendo la mano y acariciándose el pelo. Pelo grasiento y brillante.

Se mentalizó y se decidió a hacer aquello que había venido a hacer. Se bajo los pantalones, se bajo los calzoncillos y se quedó así, hierático, inánime, en medio de la calle.

La gente miraba de reojo, algunos con desdén, otros con sorna, otros con repulsión. Pero ahí estaba él, impasible, soportando sobre su flácida carne el sol y las miradas ajenas. Es lo que quería, atención y protagonismo.

Era mi cumpleaños y le quería regalar algo. Algo que él deseara con tantas ganas como para quedarse así en medio de la calle. Saqué el rifle que utilizaba para cazar perdices y sin pensarlo le asesté un tiro entre los ojos.

Ahora sí, la gente se acercó y algunos hasta le lloraron. Es la muerte que el deseaba, yo se la regalé.


Comments:
Bueno, es bueno, la verdad.

Lo que me acojona es que cuando yo me paso a las sábanas empapadas de sudor, tu te pasas al hardcore sangriento...
 
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