Días sin horas

martes, julio 18, 2006
 

“La mentira era su aliada más poderosa, su decisión su mejor arma”. Mierda, vaya primera frase. No, no tenía sentido, tenía que ser algo más contundente, como decía su profesor de piano: La nota más importante es la primera que se da. Con esto, lo mismo. ¿Cómo iba a escribir una novela a este paso?. “El aire olía al azúcar del alcohol y a humo inspirado y expirado varias veces”. Vaya cantidad de estupideces podía llegar a decir sólo en una línea.

Le dio un manotazo al bolígrafo y después arañó, sin mucho efecto, el folio sobre el que escribía. Mala idea, cogió un pequeño saliente de la mesa y se partió un trozo de la uña. Recordó la frase que su tío Bobby le decía cuando era un adolescente: si piensas que las cosas te van a salir mal, te acabarán saliendo mal. A esta acertada aportación a la filosofía moderna él mismo le había añadido un corolario: si piensas que las cosas te van a salir bien, te acabarán saliendo mal. Conclusión: No pienses, heroína para los sentidos.

Había probado el jaco, pero no le enganchó, le parecía vulgar; aunque Ray Charles hubiese sido un adicto. Vulgar, como cualquier otra droga. Qué manera más estúpida de desperdiciar inteligencia.

Se levantó de la silla y miró por la ventana. Budapest de noche era una maravilla. Desde la ventana del hotel veía toda la zona de Pest iluminada y el río Danubio; el puente de las cadenas tan contundente en su entorno que parecía desafiar a aquellos que le cruzaban.

Volvió la mirada a su habitación, era bastante austera pero con la cama y la mesa con su silla le sobraba. Había encontrado la habitación buscando por internet, era una especie de hostal de viajeros, que estaba integrado en un edificio del barrio. Su habitación era una de las habitaciones de uno de los pisos que poseían los dueños. Salía de su habitación y había un salón y cocina común y poco más. Saliendo del piso daba a un patio interior sombrío a cualquier hora del día, con las paredes negras de hollín y miseria. Como toda la ciudad, que a pesar de su esplendor imperial, aun conservaba el sovietismo de lo descuidado y rancio.

Decidió dar carpetazo a su incipiente y moribunda novela recién empezada y bajó a pasearse por la orilla del Danubio.

Apagó a John Coltrane del ordenador, y lo suspendió. Las vistas de su ventana perdían la mitad de su encanto si Coltrane no estaba resonando entre sus bisagras. Las miserias de la música, era todo mentira, falsas sensaciones que llegaban a generar las canciones, los conciertos, los músicos; todas falsas, pero eso sólo lo sabían los músicos que sabían que detrás de un concierto había el mismo tedio y hastío que en cualquier otro lugar en el mundo, pero que los oyentes olvidaban en el umbral.

Bajó primero por las escaleras del patio interior y luego por la que comunicaban este con la escalera principal del edificio. Y en menos de dos minutos ya estaba bordeando el lado de Buda del río. Se quedó un momento mirando al río, como si pudiese ver el fondo. Y vio su cara. Ella se quedó, bueno más bien fue él el que se fue. No sabía muy bien por qué, si inercia o incapacidad de decidirse por lo que realmente quería. Y ahora andaba por el mundo, perdiéndose con la absurda esperanza de encontrársela en alguna ciudad. Nómada errante, que la única patria que conocía era la de su maleta y la del último cuño en su pasaporte.



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