Días sin horas

lunes, julio 17, 2006
 

Le miraba a través del espacio que dejaban mis dedos entre las cuerdas y el mástil del contrabajo. Tenía una voz preciosa, suave y sin grietas, densa. De esas que podían hacer que se te erizara la piel con el simple silabeo incongruente.

Cantaba descalza, nunca le llegué a preguntar por qué. Sus pies se deslizaban con los movimientos ligeros que hacía sobre el escenario, y de vez en cuando golpeaba el suelo con el pie al ritmo del metrónomo invisible que llevaba el batería en la cabeza. Iba subiendo por sus pies, color canela, hacia sus tobillos, marcados y estrechos pero incompresiblemente sensuales; luego sus gemelos, tan acariciables, tan loables; y en sus rodillas encontraba la frontera de su falda, moviéndose al son, como las cortinas de la habitación que recibía la brisa de mis veranos infantiles.

Se giró y le sonreí, un movimiento tan estúpido como reflejo. Tardé un par de segundos en reaccionar, era una señal para que procediera con mi solo. Me fui deslizando por el mástil, nunca me ha parecido tan largo como aquella vez, todas las notas tan lejanas entre sí. Y en la última nota que me tocaba, la tónica desafinada por los dedos que querían llegar más allá del mástil, hasta sus piernas; enganchó con su voz la canción. Se me hizo un nudo en el estómago. Y así iba muriendo los últimos compases de “Summer time”. Qué amargo el final, qué amarga la distancia entre mis dedos y sus muslos. Qué tierna la caricia que me dio al finalizar la canción para presentarme.

Comments:
Veo que retornas a la narrativa después de una larga pausa. Muy bueno, muy bien plasmado.
 
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