Días sin horas

jueves, agosto 17, 2006
 
Alargando la mano para alcanzar el siguiente segundo sin caerse. Creyendo toda la vida que los segundos sostenían los besos, los abrazos,... y darme cuenta, ahora, de que lo que hacen es destruirlos, engullirlos, sacrificarlos.
Apretando las manos, los ojos, el estómago, para no moverme, para permanecer idéntico al segundo anterior. Si no me muevo parece que no pueda cambiar nada, que los segundos sean copias de sí mismos, y yo no pueda morir.
Pero de la fuerza cae una lágrima recorriendo la mejilla, evitando el labio, para suicidarse desde el mentón. Así me doy cuenta de que ha cambiado, pero sigo vivo, como cuando oyes un golpe en el ala del avión pero te das cuenta de que sigues ahí, porque eso no puede ser la muerte.

Se precipitan los segundos sobre mi espalda e inyectan en la espina dorsal el veneno de la inmortalidad. Porque nadie se cree mortal.



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