jueves, noviembre 30, 2006
Se asomaba el invierno por la esquina de enfrente, pero aun no nevaba. Tampoco es que lo hiciera otros años por esas fechas pero parecía que las montañas ya lo reclamaban. Se veían las montañas desde la ciudad entre las nubes a ras de suelo, montañas que empezaban ocres y se tornaban tierra. Paradójicamente le vino a la cabeza la imagen de una costa calentada a fuego lento por un sol tropical con olor a coco y a sal. Y desde allí saltó a Nueva York, acristalada muralla de edificios que parecen determinar la distancia entre el suelo y el cielo. Calles grisáceas y un olor que se anclaba entre los ojos y la boca, punzando todo el sistema nervioso, imposible de obviar, mezcla entre refrito y jengibre. Se hacía de noche y los edificios ya no eran columnas acristaladas, sino un proyección de luces caminando hacia las estrellas. ¿Cuántas ventanas pueden estar encendidas en una ciudad de ocho millones de almas? Volvió a sus montañas sin nieve, a sus casas de techos casi verticales, negros y con ventanas. Al olor a chocolate y a crepe, al circo de la plaza que hacía resonar bocinas y risas.
Comments:
Montañas... Vivía entre el mar y las montañas. Elegí el mar; pero sigo hechando de menos verlo desde las montañas. Dormir acunado en su regazo por aullidos de lobos.
Sí nieva... en la costa de un país pequeño que yo conozco, junto al Báltico, sí nieva, y la nieve cubre la playa de Liepaja. El mar se hiela, 20 bajo cero. Beben té en lugar de café. Es otro mundo, es otra vida es... como un lugar de cuento, con casitas de colores y techos verdes por el óxido. A veces me pregunto si sólo existe en mi imaginación.
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