Se asomaba el invierno por la esquina de enfrente, pero aun no nevaba. Tampoco es que lo hiciera otros años por esas fechas pero parecía que las montañas ya lo reclamaban. Se veían las montañas desde la ciudad entre las nubes a ras de suelo, montañas que empezaban ocres y se tornaban tierra.
Paradójicamente le vino a la cabeza la imagen de una costa calentada a fuego lento por un sol tropical con olor a coco y a sal. Y desde allí saltó a Nueva York, acristalada muralla de edificios que parecen determinar la distancia entre el suelo y el cielo. Calles grisáceas y un olor que se anclaba entre los ojos y la boca, punzando todo el sistema nervioso, imposible de obviar, mezcla entre refrito y jengibre.
Se hacía de noche y los edificios ya no eran columnas acristaladas, sino un proyección de luces caminando hacia las estrellas. ¿Cuántas ventanas pueden estar encendidas en una ciudad de ocho millones de almas?
Volvió a sus montañas sin nieve, a sus casas de techos casi verticales, negros y con ventanas. Al olor a chocolate y a crepe, al circo de la plaza que hacía resonar bocinas y risas.