Si aquella era una de las noches que pensabas que el mundo dejaría de girar, no te equivocabas. Cuando perdiste el último tren, cuando te quedaste tirado en aquel banco de crujidos cariñosos. La noche que te hacía sentir que las luces ardían sin más sentido que el de aplacar el frío que casi no sentías. Tanto apretaba la nostalgia del propio momento que te sentías el rey del mundo, que podías abrazar todo el globo de Mafalda con tus brazos, no para cuidarlo, si no para comértelo, para bailarlo, para llevártelo.
El último tren se fue hacía ya mucho, sólo quedaste tú y tu sombra haciendo encaje con las farolas que se dormían de lo tarde que era, tan tarde que amanecía.
Y si pudieras volverías a ponerte aquellos ojos de cuando tenías cinco años y todo parecía brillar tanto, las calles, los carteles, los coches con sus luces blancas y rojas, las carreteras moteadas de ámbar. Con la señal horaria pitando en tu cabeza a través de casi veinte años, después de los que oír que llega la una de la noche no parece ser ningún acontecimiento extraordinario.
Y yo ya me he vuelto a perder entre mis palabras, sin decir demasiado, sólo sensaciones que voy recogiendo y las dejo a secar aquí.