Y los roces se trenzaron y se hicieron dedos cruzados, y brazos que no saben como cogerse para que haya más piel en contacto. Y las caras se acercan cada vez más y se alejan de nuevo, como un pudor falso que tensa la situación para disfrutarla un poco más. Hasta que no se puede más y se cede a los labios que llaman. Y no se sabe quién besa y quién es besado, aunque probablemente poco importe.
Con ello se parten las barreras en dos, y las caricias fluyen locas por su jersey y le pongo las palmas de las manos en sus omoplatos y la aprieto contra mí, para besarla con más fuerza. Y me dice, ya no sé si en su lengua o en la mía, que me la iba a comer, todos los españoles somos iguales; le digo que sí, probablemente quería que le contestara algo como "¿y tú cómo lo sabes?", pero perro viejo como para entrar al trapo. Le miro y le sonrío. Y me pregunta de qué me río, y soy yo el que pienso, todas iguales. No deja de ser cómplice su mirada, y caminamos de la mano como si nos uniera algo más que unos días perdidos en una ciudad que ambos nos es igual de ajena.