Días sin horas

miércoles, diciembre 12, 2007
 
Y los roces se trenzaron y se hicieron dedos cruzados, y brazos que no saben como cogerse para que haya más piel en contacto. Y las caras se acercan cada vez más y se alejan de nuevo, como un pudor falso que tensa la situación para disfrutarla un poco más. Hasta que no se puede más y se cede a los labios que llaman. Y no se sabe quién besa y quién es besado, aunque probablemente poco importe.
Con ello se parten las barreras en dos, y las caricias fluyen locas por su jersey y le pongo las palmas de las manos en sus omoplatos y la aprieto contra mí, para besarla con más fuerza. Y me dice, ya no sé si en su lengua o en la mía, que me la iba a comer, todos los españoles somos iguales; le digo que sí, probablemente quería que le contestara algo como "¿y tú cómo lo sabes?", pero perro viejo como para entrar al trapo. Le miro y le sonrío. Y me pregunta de qué me río, y soy yo el que pienso, todas iguales. No deja de ser cómplice su mirada, y caminamos de la mano como si nos uniera algo más que unos días perdidos en una ciudad que ambos nos es igual de ajena.

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miércoles, diciembre 05, 2007
 
¿Sabes? Me gusta cuando me rozas la mano sin querer. Se me eriza la piel y me da la sensación de que no ha sido fortuito, y que tu sonrisa de disculpa es más cómplice que de arrepentimiento. Me pone nervioso el mirarte mucho tiempo a los ojos y saber que esperas que te diga algo interesante y sólo me salga el meterme contigo con alguna tontería como si tuviera 5 años y estuviera en el parvulario tirándote de las coletas. Quizá las cosas no cambian, o quizá es que nunca estiré las coletas de ninguna niña entonces.
No es enamoramiento, porque no me quitas el sueño, pero es la sensación dulce de mirarte y desearte a la vez. Algo más carnal que el romanticismo becqueriano, el de tu pecho contra el mío y el de los besos esparcidos por el cuello. Es el seguir tu falda con mi mirada, y pensar que sabes que te miro y te gusta que te mire.

Te escribo en mis manos para que no lo puedas leer. Es ridículo, es infantil, pero me he quedado atrapado en mis propias trampas de romanticismo-para-comprar muslos; y ahora no siento el temblor del pecho, y me invade una pedantería estúpida en la que creo que tengo que demostrarte todo lo que sé para que pienses lo bueno que sería estar conmigo. Se me olvida demasiado a menudo que te tengo que decir lo que me gusta escucharte y lo guapa que me pareces. Tan sencillo, tan simple.

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