Días sin horas

sábado, agosto 09, 2008
 
Tomás se había levantado y ella estaba ahí, al otro lado de la cama, envuelta en unas sábanas horribles que ella misma compró hacía ya años. El pelo desordenado y mustio, la cara ajada, patas de gallo y bolsas en los ojos. Unos labios descoloridos y agrietados, inhibidores de la líbido.

La miraba y no la conocía. O quizá, no la reconocía. Reconocer implica una familiaridad cómoda con lo que estamos viendo, una sensación de calma ante lo conocido.

Sí, estaba ahí. Como cada día desde hacía años. Cada vez un poco más vieja, un poco más irreconocible. Siempre había tenido novias atractivas. Nunca pensó que alguien podría envejecer tanto.
Se levantó sigilosamente, y se metió en el cuarto de baño. Con la celeridad habitual se afeitó, orinó, se ducho y se lavó los dientes. En ese orden, como cada día. Volvió a la habitación con un peine y se vistió mientras se hacía el pelo.

Eran las ochos menos veinte, le sobraban unos minutos si no quería llegar al trabajo antes de su hora de entrada.
Entró de nuevo al cuarto de baño y se miró en el espejo. Vio sus arrugas, las bolsas en sus ojos, sus labios, su pelo escaso y cano. Quedo mirándose durante varios minutos.
Primero se miró con desagrado, con una mezcla de vergüenza y reproche por no haberse cuidado más. Le aturdía pensar que para él también había pasado el tiempo, dejando su huella de vejez y decadencia. No podía engañar a nadie, no era atractivo, ni siquiera interesante. Se dio cuenta de que aun llevaba el peine en la mano, y lo estaba apretando con demasiada fuerza. Dejó y el peine y se sentí en la tapa del water. Aun se podía ver en el espejo. Se calmó un poco y reconoció su cara en el espejo, la hizo suya de nuevo. Empezó a pensar en cada uno de los años que había vivido, uno por uno. Cuando acabó veía sus rasgos de casi anciano con más ternura.
Andando despacio se acercó a la cama. Ella seguía inmóvil, acerco los labios hasta su frente y le dio un beso. Le acarició el pómulo y le dijo "Vendré a las cinco". Giró sobre sus talones y se fue.

Dolores había estado despierta durante todo el ir y venir de su marido Tomás, como cada mañana. Le resultaba imposible no estar despierta, esos eran de los pocos minutos al día que podía verlo. Se levantaba, iba al cuarto de baño, y se iba a trabajar. Volvía tarde, por la noche, después de las diez, hora que ella no podía superar sin quedarse dormida enfrente del televisor.
Había sido así desde hacía años, ya ni se acordaba cuántos. Durante mucho tiempo esperó a que Tomás cumpliera sesenta y cinco, y se jubilara. Pero no lo hizo, dijo que estimaba demasiado a su fábrica como para dejarla en manos de otro, no hasta que su cuerpo se lo impidiera.
Desde entonces la soledad aplastaba su existencia. Confinada a una casa ya vacía de hijos, demasiado grande para dos personas que no se ven.
Pero algo había cambiado en la casualidad de un reloj atrasado a propósito. Hoy volvería a las cinco.



Sigueme por RSS