Llueve contra la ventana, salpicando el cristal de pequeñas gotas que van resbalando dejando tras de sí una suave estela de luz difusa.
Con una luminosidad gris de mañana plomiza, el cuarto parece más grande de lo que aparentaba ayer por la noche.
Un ayer por la noche febril. Con derroche de besos y caricias, sabor a sudor. Labios que treparon por su cuello, y manos que recorrieron su cintura buscando el sur de su cuerpo.
Manos que ahora la tocan como a un piano, tamborileando sobre su piel, que reconocen los contornos que ayer eran difusos y deslizantes. Ahora están definidos bajo unos dedos que amanecen nostálgicos, y sujetan con fuerza a los dedos que los acarician.
La acerca y nota el calor aun medio dormido de su cuerpo. Ella recoge su mano y la lleva a su pecho, que ayer era fuente de locura y hoy es paz y sosiego.
Él llega a verse reflejado en el cristal de la ventana. Su pelo enmarañado, su mentón poco definido, ... Quizá, ella no querrá desayunar con él. Al fin y al cabo, no es el más guapo, ni el más listo,... sólo lo eligió ella, porque él no hizo nada, y acabaron enzarzados en susurros de filosofía, literatura y amor. Era una noche, ella tendría a más.
Él se levantó. Tampoco estaba seguro de que fuera la mujer de su vida, y si lo era, la encontraría más adelante.
- Don Juan, quédate a desayunar y hazme un café. ¿Te hace una mañana de soledad compartida?
- Sí - dijo, aunque lo que pensaba era: "no sé cómo acabará esto, pero va a doler; putas princesas piratas."