Días sin horas

jueves, enero 22, 2009
 
Y al final amaneció, con un sol tibio que acariciaba sobrio los tejados de la ciudad. Las gotas del rocío empezaron a brotar de los cristales de los coches.

Aparecía la princesa por la esquina, con el cuello subido por un frío que fingía no tener, con una mirada como de quien espera una sonrisa. Aunque se la di no se conformaba, y recorrió con su dedo mi muñeca buscando la palma de mi mano, para soltarla enseguida.

Su nocturno, o el que yo le había asignado, arreciaba como las olas una y otra vez en mi cabeza. Había vuelto.

Y volvieron los versos, mis versos que se habían perdido, pero ya no los recuerdo. Sólo recuerdo los del poeta.

Cuando yo muera quiero tus manos en mis ojos: quiero la luz y el trigo de tus manos amadas pasar una vez más sobre mí su frescura: sentir la suavidad que cambió mi destino. Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero, quiero que tus oídos sigan oyendo el viento, que huelas el aroma del mar que amamos juntos y que sigas pisando la arena que pisamos. Quiero que lo que amo siga vivo y a ti te amé y canté sobre todas las cosas, por eso sigue tú floreciendo, florida, para que alcances todo lo que mi amor te ordena, para que se pasee mi sombra por tu pelo, para que así conozcan la razón de mi canto.






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