Días sin horas

viernes, abril 24, 2009
 
El continuo zumbido de los coches le estaba desquiciando. En la oscuridad teñida del ámbar de ciudad, buscaba la calma, pero no podía dejar de pensar en el zumbido. Todos los sonidos se amplificaban, oía el crujido de su pelo en la almohada, el siseo de las sábanas al mover las piernas. Estaban yendo más allá de su característica auditiva, y empezaban a deformar las imágenes. Las sombras que se proyectaban sobre la pared adquirían formas de terror nocturno infantil, y en el techo el gotelé titilaba dejando estelas de calaveras y miedo.

Con el sudor frío por la espalda le entró miedo. Un miedo infantil del que ya no tienen los adultos, que no temen a nada más que a la realidad. Un miedo de posibilidades, de irrealidades, de lo esotérico. Un miedo irracional e infundado, pero que no podía sacar de su cabeza.
Empezó a sentir como el aire pesaba sobre su cara, sus pómulos se tersaban y la boca se le endurecía. El aire empezo a pesar demasiado, a estirar demasiado, le arañaba la piel, sintió gotas de sangre cayendo hacia su cuello.
Empezaban a colapsarse los sentidos, oía demasiado para asimilar lo que su piel sentía o sus ojos veían.

Las sombras de la pared empezaron a agruparse en informes siluetas que no dejaban de moverse, de unirse y de escindirse. Reflejaban como refleja un lago la noche. Las sombras se mecían como olas y la habitación se inundó de un intenso olor a barro y musgo. Y de la pared surgió una nariz. Luego unos ojos. Luego el resto de una cabeza sin pelo y blanquecina.
Los ojos se clavaron en su cuerpo, y lo recorrieron con una intensidad amenazante. De repente se quedó petrificada la mirada, y la boca se le desencajó. Del lago surgieron ramas que crecía en horizontal y se enrollaban en su cuerpo que buscaba inútilmente el refugio de las sábanas. Las ramas la sacarón de la cama y en un momento ya estaba debajo del agua, donde los zumbidos, las sombras, el sudor y olor a barro aun eran más intensos. Todo giraba a su alrededor y los sentidos se desajustaron, empezó a ver por la piel, oír por los ojos, sentir con la lengua, que de áspera se deshizo en cenizas dejándole un sabor amargo a quemado.
La cabeza volvió, giraba sobre sí misma. Deprisa, deprisa, cada vez más desprisa. Y empezó a hablar:
- Uno, no hablarás con desconocidos.
- Dos, harás tu cama antes de salir de casa.
- Tres, volverás antes de las diez.
- Cuatro, no comerás tantos dulces.
- Hoy es un día maravilloso, sal a jugar.
- No juegues en el suelo.
- Bájate de ahí.
- Baila, baila, baila, ¿no sabes bailar?
- Baila, dance, dance avec les arbres.

Ya no sabía si era ella o era la cabeza la que giraba. El agua se fue oscureciendo y densificando. Dejó de ver, de oír, de tocar, de saber, de oler. El agua se hacía más densa. Más densa, más oscura. Sintió que se ahogaba debajo del agua, ¿cuánto llevaba sin respirar? debajo del agua no se puede respirar. Notó la presión de su pecho que colapsaba.

Nada. Oscuridad. Latidos en las sienes. No hay nada, sólo el zumbido de los coches en la calle. Giró la cabeza y vió como los números rojos de despertardor flotaban en el aire marcando las 4:42.

El zumbido de los coches se acalló. Y por primera vez en toda la noche sintió calma, quietud, el corazón empezó a batirle cada vez más lento, hasta que dejó de notarlo batir. Se fue hundiendo en el colchón de su cama.
Y vio el sol en el techo, como quien ve el sol a través del agua. Sintió que estaba flotando en el agua como cuando en verano se deja llevar por el agua de la playa mirando al cielo. El cuerpo se mecía con armonía y serenidad. La forma fluía, era cómoda y relajante. Por fin la fiebre le daba un descanso. Decidió aprovechar el momento.

Notaba su cuerpo dormido, inmóvil, cada vez más lejos de su cabeza. Como si el resto de su cuerpo solo fuera un vehículo para trasportar su cabeza y ahora se hubiera quedado sin energía. Su cabeza también comenzó a difuminarse, y su conciencia salió de su cuerpo. Se pudo ver tumbada, dormida, ajena a todo lo que le pasaba. Sintio como al aire atravesaba sus pulmones sin llegar a ninguna parte. Se elevó y pudo ver su casa, desde fuera, luego su barrio, y luego su ciudad, hasta que no fue más que un grupo de puntos ámbar desperdigados por un tapiz azul oscuro
- ¿No crees que es un poco tarde para salir?
Se giró y vio como una persona le miraba esperando una respuesta. Era un chico joven, de su edad, que le sonreía con la intensidad de una mirada que desnuda.
- ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi sueño?
- No te han dicho que es de mala educación contestar a una pregunta con otra pregunta. Y quién te ha dicho que sea un sueño.
- Sí me lo han dicho. Pero aun no sé quien eres.
- Quizá no sea nadie en concreto. Quizá solo sea un deseo. Quizá solo tenía ganas de verte y me he colado en tus sueños.
Se acercó a ella le cogió de la mano y apretó sus dedos contra los suyos. Sus cuerpos se iban acercando y bailaban como dos hojas en el aire.
Se acercaron hasta que sus caderas se unieron. Sus labios se acariciaron.

Nada, de nuevo en la cama. Las 4:42, el tiempo se ha parado. Por la ventana se ve la ciudad congelada, sin causas ni consecuencias, sin movimiento.
Quizá se haya dormido ya.



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