Días sin horas

martes, noviembre 10, 2009
 
Algunos niños supimos arrastrar los cuentos hasta la adolescencia y los enterramos en un lugar que inventamos. En esa tierra crecieron castillos, masías antiguas, y a veces sólo la hierba tibia para tumbarse y mirar las nubes.
Probablemente los ex-niños de los castillos buscaban dragones con el nombre del chico popular de la clase, a los que matarían, para rescatar a la princesa, con el nombre de la chica popular de clase. Tardarían en entender que lo mejor que podía pasar es que los dragones y las princesas se fueran juntos, y que ellos se dedicaran a buscar princesas que habían hecho sus castillos esperando a príncipes con nombre del chico popular de clase,...

Cuando aparecieron las casas antiguas en medio de la montaña, nos imaginábamos como intelectuales incomprendidos, que lejos de todo el ruido de la banalidad generalizada nos dedicábamos a la reflexión, a la lectura, a la filosofía. Las chicas dejaban de ser princesas, y se convertían en la idea intangible de un rayo de luna que se cuela entre las ramas de un bosque y, por un segundo, te da la sensación de estar viéndola a ella, que es Ella. A base de desengaños hemos rechazado la posibilidad de que esa persona exista, por lo menos cerca de nosotros, y nos subimos a los árboles a buscarla. Los sentidos se agudizan, y la casa ya no es solo una casa, es el olor a tierra mojada, a lluvia; es el tacto de una mesa de madera; es el sonido de una hoja seca que cruje bajo nuestras pisadas.

Acabas abandonando los edificios y te quedas tirado en la hierba, acariciando la cabeza que tienes sobre el pecho y que huele a tomillo. Evitas preguntas, evitas confesiones. Sólo saboreas la sensación presente. Esa sensación que no sabes de dónde viene exáctamente, pero da igual. Serán las nubes en el cielo, serán sus pechos contra tu estómago. Empiezas a entender la figura femenina como algo tan tangible como la arena de la playa, dependerá de cómo quieras tocarla para sentir algo o nada. Se concreta en unos labios, en un cuello, en unas piernas,... Pierde la magia de lo etéreo e informe, que recuerda más a un ángel que a una mujer.

Aunque fui deambulando por estos sitios me inventé mi rincón lejos de tan lícitas utopías. Me alojaba en un ático, sin paredes, sólo ventanales. Por el que se veía un París decimonónico cubierto por un cielo plomizamente europeo. Ahí me llevé a mi amores aunque no lo supieran. Se quedaban dormidas sobre una cama deshecha con sábanas blancas que reflejaban el gris del cielo. Jugaba con ellas, con sus miradas, con sus sonrisas, con las complicidades. Escuchaba música, solía sonar Elliott Smith o Jeff Buckley o The Elected, o alguna guitarra que derramara un poco de melancolía para darle a la habitación un tono de novela o de película.

Ahora, a punto de claudicar y cerrar mi ático, me he creído que la vida empieza cuando se pone el sol, porque antes sólo hay trabajo, rutina y tedio. Y es cuando se pone el sol y las familias se duermen que me bajo a un bar oscuro y sordido en el que las mujeres fuman y los hombres llevan sombrero. Todos visten como en los años 30, y al final del bar hay un pianista borracho que se pasa todas las noches tocando canciones de Coltrane a un ritmo frenético. Los vapores del alcohol son suficientes como para marear a cualquiera que entre. Los personajes que frecuentan el lugar, con un toque entre Humphrey Bogart en Casablanca y Mickey Rourke en Sin City, me son tan ajenos como inaccesibles, quizá porque sienta que no tengo nada que ver con ellos, quizá porque me gustaría ser como ellos.
Entre faldas se me acercan unas piernas que traen a una mujer más sensual que intersante. Y abdico en mi búsqueda de un rayo de luna, de el olor a hierba, de la princesa. Sólo huele a sudor, las sábanas se pegan, y nunca apetece quedarse a desayunar.



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