La noche tiene esa pasión repentina de una cara linda, esa pasión que restalla como un relámpago. Pero no fue este el caso. El día tiene otro tipo de pasión, más lenta, más natural, como los árboles y sus hojas, como el pan que se cuece en el horno.
Sus manos de trigo, jugaban con los cubiertos de una mesa demasiado grande para dos, demasiado pequeña para más. Mientras yo la miraba de soslayo, esperando que se diera cuenta de que la miraba, y yo, me diera cuenta de ello. Nunca me di cuenta.
Luego caminamos. Era una tarde plomiza de otoño que no amenaza con mojar las aceras, pero soplaba frío urbano en nuestras mejillas. Los edificios privados de la luz del sol, bailaban en silencio al ritmo del siseo del viento. Ella hablaba de vez en cuando, a veces callaba y hundía su cabeza en la bufanda.
Tan estúpido como preguntarse qué le pasaba por la cabeza cuando callaba, era el preguntárselo. Busque sus manos, las de trigo, pero las encontré huidizas.
Seguimos caminando y la tarde se torno negra a las 6, que es cuando muere el sol en otoño. No sé cuánto llevábamos caminando por esa ciudad ajena a los dos, cuando noté que empezaba a caminar más cerca de mí, su hombro rozaba mi brazo. Me rebelé, me sentía tonto, y pensé que sólo me lo imaginaba yo, y en el mejor de los casos jugaba conmigo. Aminoré el pasó y dejé que me sacara un par de pasos. Seguíamos caminando, yo tarareaba Perfect Day de Lou Reed mientras pisaba todas las hojas secas que podía.
Ella se paro en seco, no miro atrás. Yo no dejé de caminar. Ella abrió los brazos y se dejó caer. Sonreía. La besé en la mejilla. Olía a pan recién hecho.
La verdad es que nunca paso. Solo jugué con la masa de la harina. Ahora es como si mi nariz adivinara el olor a pan que nunca fue hecho.
Perfect Day