Días sin horas

domingo, diciembre 25, 2011
 
- ¿Por qué estoy aquí? No tengo demasiado claro cómo he llegado. Bueno sí, pero qué mareo, aun me dura la migraña. Estaba en casa y he empezado a caminar. “Cada dos calles gira a la derecha”, me he dicho, y aquí estoy, en una calle que ya no lleva a más sitios, que se acaba, una puerta de garaje y esta puerta. Era lógico, tenía que entrar... No creo que viva nadie aquí.
Al entrar se encontró en una estancia grande, mediría unos diez metros de largo y cinco de ancho. Habría sido un comedor en otro momento, una mesa carcomida y enterrada en polvo dominaba el centro de la habitación. También habían algunas sillas dispersas, la mayoría rotas, algunas sin patas, otras sin respaldo. Olía a cerrado y a viejo, como el olor a madera húmeda.
Al darle al interruptor que había junto a la puerta, una bombilla, que colgaba de un cable, iluminó pobremente los muebles. Era una visión desoladora, como la de cualquier sitio abandonado, un poco triste y demasiado lóbrega.

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El aire frío hace la realidad más transparente, pensó.

Era nochebuena, y en las estrechas y desérticas calles de un pueblo de Castilla, rebotaba el sonido de las botas sobre los adoquines. Las sombras se perseguían entre ellas al acercarse, y luego alejarse, de las farolas. Llevaba la bufanda enrollada, le tapaba justo hasta la nariz. A pesar del frío no llevaba gorro, no solía, sólo en los días más fríos se lo ponía, sentía que le quedaba un poco ridículo, una mezcla entre infantil y con poco gusto. ¿Desde cuando se preocupaba por el buen gusto? La belleza, qué preocupación más adulta, en algún momento asumió que tenía que arreglarse, gustar.

Entre estos pensamientos llegó. Se paró delante de una puerta hundida. Consiguió abrirla sólo cuando le dio una patada en la parte inferior. Entró.

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