Ya corre el invierno por las calles. Desenvainando sobre las caras de la tristeza que huyen en su diario movimiento a la rutina que les salve de contemplar sus heridas. Heridas sin ojos, maceradas al abandono de quien no quiere ver. Tantos pies aclamando el final de un camino que no saben ver, y en medio, ella, que sigue sin ser nadie. Sólo es en sueños, una túnica blanca, que ondea los domingos por la noche, para recordarme que la soledad es un plato que se come entre dos.
Ella que lleva una daga en la mano para salvarme de mi muerte, de los pies y de las caras sin ojos, que petrifican los árboles y sus hojas suicidas.
Yo la vi, mañana.
Yo la sentí, sin querer.
Yo la besé, sin sentir.