¿Cuántas veces he sentido que me moría? Y cada una de las veces con la misma intensidad, como si no aprendiera de la muerte recurrente.
Hoy, con su pelo cobrizo, se me hunden los ojos en mi propio pecho. Mirando la daga que, sin querer, decidí clavarme, sólo porque me dijo, que ella también tenía una.
Pasan los años, y mi pecho sigue sin dejar de sangrar.