Días sin horas

lunes, julio 31, 2006
 
La espera mata. La espera da esperanza. La esperanza negra mata. ¿Cuánto tiempo se puede estar esperando con una esperanza que sigue alimentándose de sí misma?. La esperanza no muere. Sólo muerde. Muerde los dormires.

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sábado, julio 29, 2006
 

Había gente que los odiaba hasta el punto de querer ocultarlo a toda costa. Otros, sin embargo, sentían la imperiosa necesidad de comunicárselo a todo el mundo y celebrarlo con tanta pompa como alcurnia se desea.

A mi, mis cumpleaños, me generaban cierta indiferencia. Aunque debo reconocer que afloraba la vanidad de ser el centro de atención y ansiaba recibir las felicitaciones, odiaba las celebraciones. Es más, odiaba sentirme perdido y sin saber que hacer en una fiesta con demasiada gente.

Los había que me consideraban un huraño irremediable, encerrado en mis grupos endogámicos que, curiosamente, acogían a cualquiera que quisiera entrar y cumpliera un mínimo de capacidad mental. Eso sí, siempre grupos pequeños. La verdad es que no me importaba, me dotaba de un halo misterioso que de vez en cuando aprovechaba con ciertas féminas excesivamente impresionables. De esas féminas que buscan París en París.

Eran las 11 de la mañana de mi vigésimo octavo cumpleaños. El verano era caluroso y húmedo, como cada uno de los veintisiete previos, la gente que se veía por la calle iba a la playa o iba a trabajar empapado en sudor y envidia. No era una envidia sana, era una envidia bruta y visceral. Por lo menos es lo que sentía aquel hombre de rostro enjuto y manos acartonadas, que lucía un polo azul demasiado grande para él y unos vaqueros demasiado claros para el polo que llevaba. Rondaría los cuarenta y demasiados y las bolsas que bordeaban sus ojos le hacían parecer más mayor de lo que probablemente fuera. Sentía el calor, sacaba la lengua ligeramente cada poco tiempo para rehumedecerse los labios. Se rascaba compulsivamente detrás de su oreja derecha y luego lo disimulaba subiendo la mano y acariciándose el pelo. Pelo grasiento y brillante.

Se mentalizó y se decidió a hacer aquello que había venido a hacer. Se bajo los pantalones, se bajo los calzoncillos y se quedó así, hierático, inánime, en medio de la calle.

La gente miraba de reojo, algunos con desdén, otros con sorna, otros con repulsión. Pero ahí estaba él, impasible, soportando sobre su flácida carne el sol y las miradas ajenas. Es lo que quería, atención y protagonismo.

Era mi cumpleaños y le quería regalar algo. Algo que él deseara con tantas ganas como para quedarse así en medio de la calle. Saqué el rifle que utilizaba para cazar perdices y sin pensarlo le asesté un tiro entre los ojos.

Ahora sí, la gente se acercó y algunos hasta le lloraron. Es la muerte que el deseaba, yo se la regalé.


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martes, julio 25, 2006
 

Ay niña mía, que te has vuelto agua. Agua de vida, agua de jazmín, agua de lavanda. Agua fresca. Agua de invierno, otoño, primavera y verano; pero sobre todo de verano.

Verano condensado en aroma de media tarde, en sol rojo de las ocho, en casas blancas de cualquier pueblo, que vuelve a mi mente como infancia en imágenes.

Y tus alas, bailando en su propia brisa, convertidas en hojas de abanico rojo. Abanico de escamas de colores, de escamas rojas de tu atardecer, en contraste con tu piel morena, piel con sabor a canela y limón, y ojos de menta. Menta fresca, menta agua, agua fresca.

Y en tus labios se encarna mi deseo. Deseo de morder los labios de cereza, en busca del hueso que me haga morder con tanto cuidado que sea una caricia más que mordisco lo que choque contra la pulpa.

¿Cuántas veces puede amanecer en un día?
Tantos recuerdos de tus manos haciendo gestos en el aire, figuras que no significan nada, pero que mis ojos entienden como reciprocidad. Ligando con hilos invisibles las palmas de mis manos y tu cuello. Llenando tu pelo de caricias de mi nariz.

Aparece ya el sol carmesí recubriendo el cielo de estrellas inventadas.

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sábado, julio 22, 2006
 

Era una tarde de verano y el calor arreciaba con el sol en su paseo por el cielo limpio de las tres de la tarde. Se sentía la densidad del sudor que asomaba por los poros, que no tenía las agallas de salir más que por los puntos que tocaban con el sillón de mimbre, ya que no salir era su propio sufrimiento.

Reinaba la quietud, parecía que nada alrededor tuviese vida, y si la tenía estaba en un estado latente para ahorrar energía y malos ratos.

Se oyeron unas voces infantiles recorriendo la calle empedrada, los niños iban dando saltos por los mordiscos sulfúricos de las piedras. Corrían en dirección a la playa, aun les quedaba un largo camino antes de llegar. No sé qué tipo de deidad dota a los niños con esa energía asimétrica que les hace refulgir a la hora de la siesta y les apaga cuando la noche empieza a hacerse soportable. Será la luz o quizá las ganas de baño y juegos.

Las paredes se resentían en silencio por el fuego sobre su cal, y aguantaban estoicamente los rayos más duros del día. En contraste sobre el blanco, trepaba la buganvilla con una altivez propia de los árabes que reinaron en otros tiempos estas tierras. Un altivez casi humilde, con un color fuerte que parecía retar al calor y a los tonos amarillos de cualquier vegetal que se pudiera permitir vivir bajo este sol. Era orgullosa y discreta, y sólo cuando la regaba por las noches, parecía que abriera sus pórticos de desdén para concederme un breve aroma de agradecimiento.

Estaba empezando a desfallecer cuando noté su mano fundiéndose con mi hombro, y anunció, con la caricia circular de su dedo, que me besaría. Iba toda de blanco, contrastando con su piel morena; altiva y cómplice, se acerco y me sopló cerca de los labios. Se giró y se volvió al porche. Me dejó agonizar solo.


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jueves, julio 20, 2006
 
Haiku en Si bemol

Y así muere el beso antes de cruzar siquiera el paladar.

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miércoles, julio 19, 2006
 

Completamente aterrorizado. Desubicado. Vuelto a perder en mi propio camino, ¿en qué punto me equivoqué? Si es que me he equivocado. La proximidad de un desplome de todos los andamios que sostienen mi alma, genera la tensión infinita entre los dos costados de mi pecho. Las costillas se oprimen y se contraen sobre sí mismas, para no dejarme respirar en ese segundo que tardo en darme cuenta de que ya no duermo, y que creo que me ahogo. Con los pies aun llenos de arena, no puedo dejar de recordar cada caricia o cada evasión de caricia; qué amargo se me hace el amanecer hoy.

Sólo te necesitas a ti mismo para ser feliz, eres autosuficiente... hoy no me sirve, hoy siento que necesito sentirla cerca, notar las clavículas enzarzadas y mi boca sobre su cuello, sin decir nada, obviando todo.

Que angustia la de vivir así, sé que me puedo acostumbrar, pero no quiero. Quiero que sea como yo deseo, tan bonito y tangible. Mis manos en sus caderas sin la tribulación de fantasmas. Hoy amanece boca abajo.

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martes, julio 18, 2006
 

“La mentira era su aliada más poderosa, su decisión su mejor arma”. Mierda, vaya primera frase. No, no tenía sentido, tenía que ser algo más contundente, como decía su profesor de piano: La nota más importante es la primera que se da. Con esto, lo mismo. ¿Cómo iba a escribir una novela a este paso?. “El aire olía al azúcar del alcohol y a humo inspirado y expirado varias veces”. Vaya cantidad de estupideces podía llegar a decir sólo en una línea.

Le dio un manotazo al bolígrafo y después arañó, sin mucho efecto, el folio sobre el que escribía. Mala idea, cogió un pequeño saliente de la mesa y se partió un trozo de la uña. Recordó la frase que su tío Bobby le decía cuando era un adolescente: si piensas que las cosas te van a salir mal, te acabarán saliendo mal. A esta acertada aportación a la filosofía moderna él mismo le había añadido un corolario: si piensas que las cosas te van a salir bien, te acabarán saliendo mal. Conclusión: No pienses, heroína para los sentidos.

Había probado el jaco, pero no le enganchó, le parecía vulgar; aunque Ray Charles hubiese sido un adicto. Vulgar, como cualquier otra droga. Qué manera más estúpida de desperdiciar inteligencia.

Se levantó de la silla y miró por la ventana. Budapest de noche era una maravilla. Desde la ventana del hotel veía toda la zona de Pest iluminada y el río Danubio; el puente de las cadenas tan contundente en su entorno que parecía desafiar a aquellos que le cruzaban.

Volvió la mirada a su habitación, era bastante austera pero con la cama y la mesa con su silla le sobraba. Había encontrado la habitación buscando por internet, era una especie de hostal de viajeros, que estaba integrado en un edificio del barrio. Su habitación era una de las habitaciones de uno de los pisos que poseían los dueños. Salía de su habitación y había un salón y cocina común y poco más. Saliendo del piso daba a un patio interior sombrío a cualquier hora del día, con las paredes negras de hollín y miseria. Como toda la ciudad, que a pesar de su esplendor imperial, aun conservaba el sovietismo de lo descuidado y rancio.

Decidió dar carpetazo a su incipiente y moribunda novela recién empezada y bajó a pasearse por la orilla del Danubio.

Apagó a John Coltrane del ordenador, y lo suspendió. Las vistas de su ventana perdían la mitad de su encanto si Coltrane no estaba resonando entre sus bisagras. Las miserias de la música, era todo mentira, falsas sensaciones que llegaban a generar las canciones, los conciertos, los músicos; todas falsas, pero eso sólo lo sabían los músicos que sabían que detrás de un concierto había el mismo tedio y hastío que en cualquier otro lugar en el mundo, pero que los oyentes olvidaban en el umbral.

Bajó primero por las escaleras del patio interior y luego por la que comunicaban este con la escalera principal del edificio. Y en menos de dos minutos ya estaba bordeando el lado de Buda del río. Se quedó un momento mirando al río, como si pudiese ver el fondo. Y vio su cara. Ella se quedó, bueno más bien fue él el que se fue. No sabía muy bien por qué, si inercia o incapacidad de decidirse por lo que realmente quería. Y ahora andaba por el mundo, perdiéndose con la absurda esperanza de encontrársela en alguna ciudad. Nómada errante, que la única patria que conocía era la de su maleta y la del último cuño en su pasaporte.

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lunes, julio 17, 2006
 

Le miraba a través del espacio que dejaban mis dedos entre las cuerdas y el mástil del contrabajo. Tenía una voz preciosa, suave y sin grietas, densa. De esas que podían hacer que se te erizara la piel con el simple silabeo incongruente.

Cantaba descalza, nunca le llegué a preguntar por qué. Sus pies se deslizaban con los movimientos ligeros que hacía sobre el escenario, y de vez en cuando golpeaba el suelo con el pie al ritmo del metrónomo invisible que llevaba el batería en la cabeza. Iba subiendo por sus pies, color canela, hacia sus tobillos, marcados y estrechos pero incompresiblemente sensuales; luego sus gemelos, tan acariciables, tan loables; y en sus rodillas encontraba la frontera de su falda, moviéndose al son, como las cortinas de la habitación que recibía la brisa de mis veranos infantiles.

Se giró y le sonreí, un movimiento tan estúpido como reflejo. Tardé un par de segundos en reaccionar, era una señal para que procediera con mi solo. Me fui deslizando por el mástil, nunca me ha parecido tan largo como aquella vez, todas las notas tan lejanas entre sí. Y en la última nota que me tocaba, la tónica desafinada por los dedos que querían llegar más allá del mástil, hasta sus piernas; enganchó con su voz la canción. Se me hizo un nudo en el estómago. Y así iba muriendo los últimos compases de “Summer time”. Qué amargo el final, qué amarga la distancia entre mis dedos y sus muslos. Qué tierna la caricia que me dio al finalizar la canción para presentarme.

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